sábado. 20.04.2024

Maternidad

Nos prometimos unos hijos libres de nuestro equipaje y ya les hemos puesto una camiseta republicana y les hemos llevado a manifestaciones varias.

El otro día llegué a casa con mis crías y al entrar al salón vimos que nuestra perra se estaba comiendo a nuestra tortuga. Hubiera estado bien mantener la calma delante de las niñas pero decidí subirme a una silla mientras chillaba y cerraba los ojos. Bueno, no, no lo decidí yo; yo hubiera decidido ser razonable, tranquila y retirar suavemente a mi prole del espectáculo. Pero el fracaso siempre decide por mí. En todo lo referente a la vida yo es que fracaso mucho; pero en lo de ser madre es donde acumulo más fracasos, uno tras otro. Aún recuerdo, por ejemplo, cuando oía a una madre chillar histéricamente a su hijo en el parque y me juraba que yo no sería así. Ahora, unos desgarradores “que no chilléiiiiiis” rompen el silencio de mi barrio cada tarde.

Casi todas las madres con las que trato son fracasaditas como yo. Hemos ido abandonando, poco a poco, nuestros maravillosos propósitos de hacer de nuestros hijos seres de luz. Madres que reconozco como de las mías: contradictorias, a veces desastrosas y muchas veces criticables.

Nos prometimos unos hijos libres de nuestro equipaje y ya les hemos puesto una camiseta republicana y les hemos llevado a manifestaciones varias. Recuerdo el día en que oí a una de mis hijas cantar “voló, voló, Carrero voló…” y ding dong, un nuevo fracaso ha llegado a su vida, señorita Cianuro, ding dong. Eso sí, no les hemos puesto pololos, ni capotas, ni calcetinitos por las rodillas para jugar en Pombo; minipunto para nosotras. Les hablamos de Rajoy, son antitaurinos, ateos… Mal esto. Bueno, a ver, tampoco tan mal.

A nosotras no nos iban a importar las notas. Lo importante era el esfuerzo personal, que nuestros hijos aprendieran sin la presión de unas evaluaciones, que trabajaran sin competir. Ahora les ayudamos a hacer los deberes y jaleamos cada sobresaliente con la misma intensidad que nos disgustamos con una nota baja.

Nuestras vástagas jugarían siempre con cajas de cartón, palucos y un bote de perejil seco porque eso fomentaría su imaginación y su creatividad. Y en caso de aburrimiento leerían un libro (no paramos de comprar libros chulísimos). Y perdimos la batalla frente a los móviles, las tablets y la Play, que iban a utilizar sólo una hora los fines de semana. Madre mía, una hora, dice.

Respetaríamos sus elecciones sean cuales fueran, pero tú a Santander no bajas con esas pintas, eso ya te lo digo.

Yo en cosas de críos no me meto pero ya hablaré mañana con su madre.

No les compararemos pero, por Dios santo, la vecina toca el trombón, el piano, hace ballet, francés y saca todo sobresalientes. Y tú en pijama todavía.

El deporte está para pasárselo bien. ¡Tomaaaaa, habéis ganado 5-0! Chócala.

Sólo comerán los frutos de la tierra, como garbanzos para desayunar. Íbamos a dedicarnos en cuerpo y alma a la buena alimentación de nuestros hijos, siempre echábamos la culpa a los abuelos, a los cumples, al mundo procesado y empaquetado. ¿Que quieren un huevo con patatas y salchichas para cenar? Son las 9 de la noche, ninguna gana de pelear y te pones a freír el huevo con bien de aceite.

No les pusimos Doraemon en inglés.

Corrieron por el restaurante aunque habíamos jurado que los nuestros nunca lo harían.

Somos capaces de irnos de juerga y no hablar ni una palabra de ellos. En esto somos buenas, muy buenas, hay pocas que lo consigan.

Y una tarde sin ellos, sólo queremos una tarde en el sofá sin ellos.

Lo bueno de estos fracasitos de la maternidad es que lo vimos en nuestras madres, lo vemos en nosotras y supongo que lo verán también nuestras hijas. Y nos perdonamos las unas a las otras. Siempre.

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