miércoles. 24.04.2024

Crónica sobre 'La Cruz de Danzania'. Y III Epílogo

Con una meridiana exactitud, al poco tiempo de comenzar la reunión de los ganaderos, aparecía en aquella noche estrellada del comienzo de una nueva primavera, y con cierto resuello, un autobús de línea. Ese sería con total seguridad su último viaje, quizás el más preciado.

Dolor, qué fondo pones, de tinieblas, en mi vida!

Cuándo se alumbrará, sobre este campo yerto,

una estrella de oro, una rama florida,

algo, en fin, de sol, algo luminoso y abierto!

(…)

Elegías intermedias (1908), Juan Ramón Jiménez

Coincidió. Fue una casualidad. Algo decía que debía aminorarse aquella burda relación de dominio. No podía quedarse así la escena de falta de hospitalidad hacia cualquier ser humano, aun siendo el consuelo del tuerto que estas prácticas se podían hacer en cualquier momento a cualquiera, sin necesidad de ser gitano. Solo con llevar la contraria u opinar diferente al capo, era motivo de persecución y presiones. Cuanto más al indefenso.

Había revuelo en el pueblo. Algo se movía en el municipio, y el Ayuntamiento estaba intranquilo. Estaban cobrando a los vecinos las plusvalías en suelo rústico, y lo que en otros Ayuntamientos parecía normal y no se notaba la ilegalidad por las cantidades tan pequeñas, aquí estas eran desmesuradas. Y los ganaderos se unieron. Una nueva hoguera se prendió por sí sola y un nuevo quebradero de cabeza comenzó a abrasar a aquel muchacho tan callado que nunca decía nada. Y, como siempre, quiso sofocar el fuego con una cerilla, achicar el agua del bote haciendo entrar más agua.

Las mentiras y el fraude del Ayuntamiento reaparecieron en sus vidas para perjudicarles

Como diría Heliodoro, el concejal, no había lugares para reunirse los vecinos, y los ganaderos estaban un poco nerviosos sin poder tratar el tema que les preocupaba. Escogieron el colegio. El muchacho tan callado les negó el sitio y les cercenó su libertad de reunión. La Policía Local acerrojó la entrada, y, al poco tiempo, se presentó la Guardia Civil para facilitar la reunión de los afectados por las plusvalías mal cobradas; una situación tensa que pudiera haberse evitado, una situación ridícula para el muchacho callado, que se extendió al buen nombre de La Cruz de Danzania. Fueron muchos los que asistieron, mucha policía en los alrededores y un número extraordinario de periodistas que no podían creer que una reunión en democracia pudiera tener tanta atención informativa.

Con el rabo de paja entre las piernas y una inaudita pataleta, el muchacho denunció ante la Prensa, al día siguiente, que el Delegado del Gobierno había llevado a cabo “un cuartelazo”, pero, a pesar de todos aquellos infantiles momentos, poco a poco las cosas se iban ordenando. Aquella noche trajo cosas impensables en La Cruz, la pérdida del miedo y, además, un autobús.

EL NIÑO QUE LEÍA A LA LUZ DE UNA FAROLA

El motivo de este relato y los anteriores no ha sido otro que el de exponer una conjunción de sucesos que, si bien distintos, tenían una misma causa y atmósfera, y se produjeron en el mismo y preciso momento. Una certera coincidencia. Una casualidad no pretendida. Solo esas variables han sido las que han motivado este recuerdo de unos hechos que, aun siendo merecidos, significaron una concesión gratuita, o con gracia.

Con una meridiana exactitud, al poco tiempo de comenzar la reunión de los ganaderos, aparecía en aquella noche estrellada del comienzo de una nueva primavera, y con cierto resuello, un autobús de línea. Ese sería con total seguridad su último viaje, quizás el más preciado. Llegaba desde cuarenta kilómetros al oeste para ser cobijo y resguardo de una familia gitana nómada cuyos hijos querían estudiar; venía “ligero de equipaje” como Machado y ellos mismos, sin asientos, “casi desnudo, como los hijos de la mar”. Llegó sin previo aviso, como un regalo del destino, y yendo más lejos que el cometido para el que fue fabricado. Al parecer, nadie se dio cuenta de su presencia hasta que amaneció. Allí descansaba, en un remanso de un viejo camino, al lado de un puente y de una farola, y a dos minutos a pie del colegio. La suerte estaba echada. Una decisión así había sido muy meditada.

No hubo dinero ni pagaron la grúa. Lo demás estaba de más. Y se acabó

Nuevamente había que ponerse en marcha. Adecuar aquella casa con ruedas para protegerles del frío. Y el cura de la localidad contigua de Piquea, que le doblaba en años al de Danzania, no esperó literalmente nada para facilitarles una estufa cilíndrica de leña con su chimenea. Hacía tiempo que no vivían en algo lo más parecido a un hogar. Comenzaba a dar pasos -mejor zancadas por el poco espacio de tiempo transcurrido desde la llegada de la familia-, la idea fija de que, a pesar de habérseles arrebatado todo, el mayor provecho y la herencia definitiva y permanente que nadie podría arrancarles sería siempre la educación. Y Bois era el mejor ejemplo de ello. Cuando todavía anochecía pronto, el niño hacía los deberes con mucho estoicismo y atención debajo de la farola.

La familia, ajena a lo que sucedía con los ganaderos, debió de estarles muy agradecida, porque al final, aquella noche fue otra en la que, junto con las que pasaron con Elvira, estuvieron descansando tranquilos y sin presiones de ningún tipo. Y al poco tiempo, se volvió a cerrar el círculo. Las mentiras y el fraude del Ayuntamiento reaparecieron en sus vidas para perjudicarles. Eran las armas que no tenían otro objetivo que el que se marchasen de una vez de Danzania. Les prometieron dinero, el traslado del autobús, quedar como amigos y su eterno agradecimiento. Ninguna de las cuatro cosas tuvo lugar. No hubo dinero ni pagaron la grúa. Lo demás estaba de más. Y se acabó. El periodista Isidro Cicero, pasadas tres décadas aún preguntaba a Leandro: ¿Qué fue de aquella familia, de Bois y sus hermanas?

Lo demás fue una fiesta que había cambiado de bando. Comenzaba la primavera, pero nadie la vio en el pueblo, en este ángulo de una zona del Norte que no conocía lo que era un oasis. La tapaba siempre una esfera baja y opaca. La primavera no se podía ni ver. Entre el humo del ladrillo acostumbraba a desaparecer.

Los que entrevieron en algún momento de estos hechos alguna luz se encontraron tan débiles como el arenal ante la acometida de la mar, pero aprendieron que la fuerza y el alma de los seres humanos sigue siendo un interrogante, y que “la compleja y delicada labor de descubrir nuestra pequeña sociedad como un espacio y unos momentos más benignos, cercanos y compartidos es la que nos manifiesta la travesía, nos orienta en el atolladero y nos educa en que no deben desvanecerse las perspectivas, la confianza y la utopía en la estación ‘Acceso difícil’”, como decía Tomás, un chico del Instituto.

HE LEÍDO EN ESTRASBURGO SU REPORTAJE PUBLICADO EN ‘ALERTA’ (…) GRACIAS POR TRATAMIENTO SOLIDARIO, HUMANO Y COMPROMETIDO CON FAMILIA AFECTADA. SU INFORMACIÓN ES UN MODELO QUE OJALÁ IMITARAN OTROS INFORMADORES CUANDO TRATAN EL TEMA GITANO. LE AGRADECERÉ QUIERA TRANSMITIR MI GRATITUD A DIRECTOR Y PROFESORES (…) POR MAGNÍFICO EJEMPLO DADO DE SOLIDARIDAD. UN ABRAZO.
RAMÍREZ-HEREDIA. PRESIDENTE UNIÓN ROMANÍ EURODIPUTADO

 

TELEGRAMA ENVIADO POR EL EURODIPUTADO GITANO A ISIDRO CICERO

Una fuente necesaria y fundamental para la realización de estos tres relatos han sido las noticias que cubrió en el diario Alerta, el escritor y periodista Isidro Cicero. Su valor humano y los escritos con los que seguía cada noticia hacía que abrir el periódico cada mañana resultase un placer, buscando a los protagonistas de Danzania, los niños y la familia De La Cruz: su precisa atención a la veracidad y certeza a lo que estaba pasando y la solidez en el examen de la averiguación auténtica y demostrable hicieron de él el periodista justo que, en tan pocos días, alcanzó un reportaje significativo, conciso y concreto. Sin el concurso de Isidro, esta historia no hubiese pasado de la ficción. Desde aquí, mi gratitud hacia él.

Crónica sobre 'La Cruz de Danzania'. Y III Epílogo
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