sábado. 20.04.2024

‘La cruzada de los niños’, de Berthold Brecht

La historia de la cultura y de las civilizaciones parece llevar un camino totalmente ajeno en el apoyo y favor hacia los que más perdieron su seguridad, hacia los desamparados y más débiles; y, sin embargo, nunca hemos visto ni veremos a los poderosos tomar la voz con arrestos y al servicio en defensa de los sin voz.

"Aún no he tenido tiempo de ojearlo [el periódico], pero el otro día, cuando vi las fotos de todos esos migrantes... Me sorprende esa insistencia. No se habla de los porqués de su situación, de las causas de la guerra en Siria. Y nadie interviene. Me recuerda al genocidio de Ruanda, que de pronto desapareció de los medios. Como desaparecerán estos pobres migrantes en cuanto dejen de llegar a las costas de Europa".

Entrevista de El Cultural, 24 de octubre de 2015, a Emilio Lledó, Premio Princesa de Asturias de Humanidades, 2015

No puede haber discusión en que las personas más indefensas entre los migrados han sido siempre y son las mujeres y los niños. Por eso, si hemos llegado a las cotas más altas en el progreso científico, o en el desarrollo de las Humanidades, se deja ver contradictoriamente que el género humano sigue sin atinar, o sin dominar la torpeza, la coacción, la impiedad y el salvajismo entre los mismos miembros de la propia especie.

Las personas más indefensas entre los migrados han sido siempre y son las mujeres y los niños

Parece como si el camino de los descubrimientos técnicos y científicos, o el de las Humanidades, fuesen diametralmente opuestos a la realidad. La historia de la cultura y de las civilizaciones parece llevar un camino totalmente ajeno en el apoyo y favor hacia los que más perdieron su seguridad -o que nunca se la dejaron tener-, hacia los desamparados y más débiles, entendiendo por esto hacia los más debilitados por los demás; y, sin embargo, nunca hemos visto ni veremos a los poderosos tomar la voz con arrestos y al servicio en defensa de los sin voz.

Tenemos la sensación de que la manifestación de los migrados es, sin ambigüedad, un síntoma de que el sistema que nos hemos dado está quebrado, no tiene crédito. Y, no obstante, el migrado se encuentra indefenso ante la barahúnda y desastre con que se encuentran cada vez que intentan traspasar cualquier frontera.

Migraciones siempre ha habido, y seguirá habiendo mientras en los países de origen persistan las desigualdades hasta tal punto de que la vida resulte irrespirable. Ahora las hay como cuando cayó el imperio de Roma, pero las respuestas son diferentes. Hoy, todos los recursos se utilizan para no solo disuadir al que quiere entrar, sino para aterrorizarle con cualquier medio violento y dejándole a la intemperie de la noche, del frío, del barro o del hambre. Y los diferentes gobiernos se amparan en que los responsables de la situación son las mafias…

Todos los recursos se utilizan para no solo disuadir al que quiere entrar, sino para aterrorizarle con cualquier medio violento

Ya Immanuel Kant (1724-1804), quizás el filósofo más importante de la edad moderna, observó de una manera taxativa la trabazón entre los deberes y derechos del hombre por una parte, y, por otra, el abrigo, la hospitalidad, el altruismo -del latín ‘alter’, “otro”-, la protección y el alojamiento para la cimentación de la "paz perpetua" que llama él . Si, además, ya en 1962 el sociólogo McLuhan estampó en el acervo mundial el nuevo término de la aldea global, significando los cambios producidos por los medios de comunicación de masas, y si Internet, desde 1969, ha logrado que la especie humana esté interconectada de tal manera impensable hace medio siglo, no puede entenderse que cada ser humano no sea un ciudadano del mundo.

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS, DE BERTHOLD BRECHT

Este poema narra la odisea de unos niños -alemanes, judíos y polacos- que huyen de la 2ª Guerra Mundial, en 1939, y se reúnen en una aldea devastada de Polonia. Me ha parecido que, aun siendo algo largo, merece ser transcrito en su totalidad por la garra y el brío trascendentales y fundamentales que emana. Y porque hoy, también los niños, los que pueden, siguen huyendo del terror, de la barbaridad de las guerras.

La cruzada de los niños

Fue en Polonia, el treinta y nueve,
donde una invasión sangrienta
convirtió en agreste tierra
muchas de sus ciudades y aldeas.
El hermano perdió a la hermana,
la mujer al hombre, en el batallón;
entre tanto fuego y ruinas,
el niño a los padres no encontró.
De Polonia no llegó más
ni carta ni noticia impresa.
Pero una extraña historia, allá
en el Este, aún se cuenta.
Caía la nieve mientras se relataba,
en una ciudad oriental,
la cruzada de unos niños
que, en Polonia, echó a andar.
Allí, multitud de niños hambrientos
inundaron los caminos, 
arrastrando a su paso a otros 
que huían de sus pueblos destruidos.
Trataban de escapar de la guerra, 
nocturno infernal, 
y así, quizá, algún día alcanzar, 
en otro país, la ansiada paz.
Eligieron un jefe
por su ánimo y empuje. 
Y aún tan niño, encontrar el camino 
fue su única y gran certidumbre.
Once años tenía la niña que, en brazos, 
llevaba al crío de cuatro. 
Sin paz y sin hogar, 
suplió toda carencia maternal.
Un niño judío iba entre ellos, 
con cuello de terciopelo, 
acostumbrado al blanco pan, 
se abrió camino resuelto.
Guiados por dos hermanos 
diestros en el arte de la guerra, 
ocuparon una granja evacuada 
que pronto inundó la tormenta.
Y, de lejos, camuflado en el paisaje, 
un flaco uniforme gris les seguía. 
Cargaba una terrible culpa: 
de los nazis, una embajada traía.
Entre ellos surgió un músico 
que encontró un tambor entre las ruinas. 
Le quitaron los palillos: 
tanto ardor delataba su presencia.
Y con ellos un perro que, 
aun capturado como sustento, 
fue aceptado como uno más; 
no cabía más sufrimiento.
También tenían una escuela 
y un pequeño maestro de caligrafía. 
En la coraza ametrallada de un tanque, 
inconclusa quedó la palabra “alegr…”.
Hubo un concierto: 
junto a un río rumoroso en pleno invierno, 
redoble de tambor 
sin miedo a ser descubiertos.
Y surgió un amor. 
Ella tenía doce; él, quince. 
Peinaba su cabello 
en patios ametrallados.
El amor no duró mucho. 
Llegó el invierno: 
cómo podían florecer dos arbolillos 
bajo un frío tan intenso.
También tuvieron su guerra 
con otra agrupación afín 
que, porque era absurda, 
jamás llegó a concluir.
Y aún luchaban a brazo partido 
por una garita venida abajo, 
cuando al bando rival, por decir algo, 
se le acabó el rancho.
Al enterarse, el enemigo 
envió patatas en son de paz, 
pues un soldado desfallecido 
mucha guerra no puede dar.
Tampoco un juicio faltó 
a la leve luz de dos velas, 
y el juez fue condenado 
tras una penosa audiencia.
También se celebró el entierro 
de un joven con cuello de terciopelo. 
Dos polacos y dos alemanes 
llevaron a la tumba sus restos.
Allí, protestante, católico y nazi 
le dieron sepultura; 
al terminar, un pequeño comunista 
les recordó su labor futura.
Así pues, a falta de carne y pan, 
tenían fe y esperanza. 
¡Que no oiga yo reproche si robaron 
a quien les negó amparo!
¡Ni tampoco contra el hombre 
que no les convidó a su mesa! 
Hace falta harina, no espíritu de sacrificio, 
para alimentar a media centena.
Se dirigían hacia el Sur: 
las sombras que proyecta el sol, 
a las doce del mediodía, 
les guiaban hacia su salvación.
Recostado contra un abeto 
hallaron a un soldado herido. 
Cuidaron de él siete días 
para que les revelara el camino.
Él solo exclamó: -¡Hacia Biljoraj! 
Y por fuertes fiebres aquejado, 
al octavo día murió. 
También su cuerpo fue enterrado.
Y aunque dieron con otras señales, 
¿indicarían la dirección correcta? 
Volcadas, y por la nieve cubiertas, 
chirriaban perdidas como veletas.
Quizás no había mala intención, 
sino motivos estratégicos: 
pero cómo encontrar Biljoraj 
en un desierto de hielo?
Iban apiñados en torno al guía, 
que escrutaba en la ventisca, 
hasta que un pequeño dedo se alzó 
y alguien gritó: -¡Allí, en lontananza!
Una noche, divisaron un fuego 
que siguieron desde lejos. 
Un día, tres tanques pasaron de largo, 
con gente dentro.
Al llegar a una ciudad, 
dieron una gran rodeo; 
hasta que no la dejaron atrás, 
solo de noche anduvieron.
En el antiguo sudeste polaco, 
envuelta en blancos remolinos, 
desapareció sin dejar ni rastro 
la cruzada de unos niños.
Siempre que cierro los ojos, 
les veo caminar 
de una ruina a otra, 
sea granja, aldea o ciudad.
Sobre ellos, allá en las nubes, 
otras cruzadas veo pasar. 
Resisten el embate del frío viento, 
sin rumbo y sin hogar,
en busca de otro país, de un hogar, 
lejos del fuego y del tronar, 
donde por fin vivir en paz: 
¡su tamaño es colosal!
Y, a la luz del crepúsculo, 
pronto ya no parece la misma, 
otras caritas veo: 
¡españolas, francesas, amarillas!
En Polonia, aquel enero, 
se encontró un perro sin dueño, 
de cuyo flaco cuello 
colgaba un mugriento letrero.
“¡Auxilio! Hace mucho frío 
y no encontramos el camino. 
Quedamos cincuenta y cinco. 
El perro hará de lazarillo.
Si os fuera imposible venir,
ahuyentadle, no le disparéis. 
Es nuestra última esperanza, 
solo él conoce este sitio”.
De puño y letra de un niño. 
Lo leyó gente del campo. 
Hace año y medio de esto. 
El perro murió en sus brazos.

Hasta aquí, nada que decir. El mensaje es claro. Añadir algo al poema es ocioso. Él lo dice todo. Solo, apreciar la manera con que los niños escuchan el poema, desde los siete años hasta los jóvenes de Secundaria, en silencio, sin perderse una coma. Se sienten atraídos por este relato, porque se sienten apoyados y les facilita la expresión de sus sentimientos. Los que hoy ya somos mayores no hemos olvidado todavía las novelas e historias que nuestros profesores nos leían en clase. Con ellas aprendimos a conocer y a abrazar mejor la exaltación, el frenesí, y la emoción y el interés por lo que ocurre a nuestro alrededor.

‘La cruzada de los niños’, de Berthold Brecht
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