viernes. 29.03.2024

Inmersión lingüística y uniformidad castellanizante con el advenimiento del siglo XVIII. La nefasta llegada de los Borbones

Solo empezaría a decaer la lengua cántabra a comienzos del siglo XVIII, si bien levemente, como consecuencia de que en 1700 muere sin descendencia Carlos II “El Hechizado”, accediendo entonces al trono un borbón.

Y entre tanto, y durante el transcurrir de los siglos que van del VIII al XI, el País Cántabru gozará aún de diferentes formas y momentos de autogobierno; que ni aún tras la unificación de Castilla y Aragón bajo el reinado de Isabel y Fernando (allá por el final del siglo XV), dejó el cántabru de desarrollarse sin tan siquiera tener reconocimiento oficial o institucional por parte del entonces Estado que a punto estaba por formarse.

Ninguna Constitución del siglo XIX hace del castellano lengua oficial del Estado

Y así es como sería que el cántabru continuaría con su progresivo y ascendente camino de evolución y asentamiento en los lugares y territorios que siempre le fueron de su natural domino y expresión. El cántabru, por lo tanto, gozaba de su habitual y normal esparcimiento, hasta que llegaron los liberales españoles en el siglo XIX; con su particular afán por centralizar a la francesa el país anulando lo singular y específico, genuino y propio de cada lugar o territorio.

Sabemos que ninguna Constitución del siglo XIX hace del castellano lengua oficial del Estado. Solo la ley Moyano de 1857 obliga a enseñar el castellano en las escuelas según la gramática de la Real Academia. Y es así, por ejemplo, que sabemos que hasta entonces el cántabru se habla de forma mayoritaria y de manera constante e ininterrumpida en el territorio cantabriego (un territorio que entonces era mucho mayor que la actual Comunidad Autónoma que ahora conocemos) sin interferencia (imposición) alguna castellana de ningún tipo.

Solo empezaría a decaer la lengua cántabra a comienzos del siglo XVIII, si bien levemente (aunque en el País Cántabru no tanto como sin embargo sí que ocurriría en otras partes del Estado, como, por ejemplo, en la Corona de Aragón), como consecuencia de que en 1700 muere sin descendencia Carlos II “El Hechizado”, accediendo entonces al trono un borbón: Felipe V. Borbones que eran muy diferentes a los Austrias, en cuanto a lo que respecta a la obligación que tenían entonces todos los reyes de España de respetar la cultura propia de todos los pueblos que entonces integraban y conformaban su reino.

La llegada de la nueva dinastía borbónica a España sirvió para ejecutar importantes cambios en la estructura organizativa del Estado

Un reino que entonces llamaban “las Españas”, y que hasta el final del siglo pasado aún se escuchaba y se referían a ella con esta denominación, al conjunto de pueblos y culturas que habitaban en esta parte del continente europeo: una especie de subcontinente, a su vez dentro de otro continente aún mayor como en este caso es Europa.

Con los Borbones esta circunstancia ya no se daba (y ya no se iba a volver a dar), y así, la llegada de la nueva dinastía borbónica a España sirvió para ejecutar importantes (y no siempre acertados) cambios en la estructura organizativa del Estado. Cambios que fueron introducidos, esencialmente, durante el reinado de Felipe V (1700-1746), y que básicamente consistían en ser medidas centralizadoras (con el objetivo, se afirmaba, y muy al estilo francés, de hacer de España un país más eficaz), pero que, sin embargo, en el fondo pretendían la abolición de los fueros y de las instituciones propias; así como la creación de un nuevo modelo de administración territorial mucho más centralizado y acaparador que el existente con los Austrias.

Este se basaba, entre otras argumentaciones, en la siguiente disposición y estructura: división del territorio en provincias (lo cual suponía que algunas provincias se verían, o bien reducidas, o bien ensanchadas, o bien desaparecidas); sustitución de los Virreyes por los Capitanes Generales como gobernadores políticos de las provincias; creación de la figura de los Intendentes: funcionarios encargados de las cuestiones económicas; etc. Finalmente, en los Ayuntamientos se mantuvieron los cargos de Corregidor, Alcalde Mayor y Síndicos personeros del común: elegidos por el pueblo para su defensa.

Hubo igualmente intentos no demasiado eficaces de reformar el sistema de Hacienda, que no terminaría de completarse adecuadamente debido a la resistencia de las gentes del campo. En definitiva, se trató de unificar y racionalizar el sistema de impuestos y, para ello, se llevó a cabo el Catastro de Ensenada en 1749 (ordenada por el rey Fernando VI) en la Corona de Castilla. Sin embargo, el pueblo no veía lógico (ni tampoco normal) que esta disposición afectase solo a la Corona de Castilla (en torno a 15.000 localidades), pero no a las provincias vascas (por estar ellas exentas de impuestos); pues consideraban que sus derechos eran menospreciados. Y se trataba, ni más ni menos, que de una minuciosa averiguación a gran escala de sus habitantes, propiedades territoriales, edificios, ganados, oficios, rentas, etc.

Los Borbones también reformaron la administración central, consolidando así el establecimiento de una plena monarquía absoluta

Finalmente los Borbones también reformaron la administración central, consolidando así el establecimiento de una plena monarquía absoluta. Por ejemplo, se suprimieron todos los Consejos, exceptuando el Consejo de Castilla; que acabaría convirtiéndose finalmente en el gran órgano asesor del rey. Se crearon también las Secretarías de Despacho (Estado, Guerra, Marina, Hacienda, Justicia e Indias), antecedentes primigenios de los hoy denominados Ministerios. Y, por ejemplo, en 1787 se establece la Junta Suprema de Estado; antecedente del Consejo de Ministros. A todo ello se añade que la nueva dinastía intensificaría la política regalista, o, como que, por ejemplo, se buscaría la unificación monetaria; estableciéndose así y de esta manera el “real de a dos”.

El nuevo reino borbónico era pues, y en parte, absolutista, al tiempo que también centralista y anulador de las identidades nacionales de los pueblos que la conformaban. O si lo preferimos, una inspiración, o mejor, un mero calco de la monarquía absoluta francesa de Luis XIV (abuelo de Felipe V); la cual tenía como premisa básica la imposición de las leyes de la Corona de Castilla al resto de los territorios peninsulares. Esta imposición, curiosamente, no era extensible al reino de Navarra, como tampoco al Señorío de Vizcaya, Guipúzcoa y Álava, que siguieron conservando sus fueros por haber permanecido fieles a Felipe V en la Guerra de Sucesión Española: conflicto internacional que duró desde 1701, hasta la firma del tratado de Utrecht en 1713.

Así se puede afirmar que los grandes derrotados de la guerra fueron los austracistas, defensores no solo de los derechos de Carlos III (el Archiduque), sino también del mantenimiento de la monarquía compuesta o federal de la monarquía Hispánica de los dos siglos anteriores; y por lo tanto respetuosa con las identidades nacionales de los pueblos que entonces conformaban las denominadas oficialmente: “Las Españas”. La nueva dinastía también intensificó la política regalista, buscando la supremacía de la Corona, así como la del poder civil sobre la Iglesia. De esta manera, las dos medidas principales serían el establecimiento de un mayor control sobre la Inquisición y, sobre todo, la expulsión de la Compañía de Jesús, adoptada por Carlos III en 1767.

Otra vez conviene precisar que imponer un idioma en un territorio no era el objetivo (ni nunca lo fue) de los reyes austracistas de España, como tampoco lo fue de los reyes de Aragón y de Castilla, y ni siquiera en América; donde los misioneros aprendían las lenguas indias y escribían sus gramáticas. Como han escrito tantos, como, por ejemplo, Rafael Sánchez Ferlosio: “No solo no es verdad que al menos durante 250 años se impusiese a los indios hablar en castellano, sino que el primer libro publicado en América es una “Breve y compendiosa doctrina christiana en lengua mexicana y castellana”.

La justicia local que se administraba en esos siglos se hacía en el Valle de Arán, o en las montañas de León, o en Cantabria, o en Galicia… en la lengua respectiva

Y al igual que Roma solo pretendía acaparar riqueza en sus conquistas (si bien también ensanchar su Estado), Castilla tenía además una “misión religiosa”, o si lo preferimos, “fines universalistas de la cristiandad”; pero jamás pretendió imponer ninguna lengua castellana a los territorios circundantes o próximos. Sin embargo, con los Borbones, esta situación cambiaría completamente y se trastocaría ya para siempre y de raíz.

¿Acaso no sabemos que la comunidad de lenguas no ha existido nunca en España? ¿Por qué nunca se explica esto en las escuelas? ¿Por qué? Sencillamente porque España ha sido una unidad dinástica desde el siglo XVI, y una unidad religiosa desde el siglo XVII. No ha sido nunca (y por lo tanto nunca ha habido) una unidad administrativa al estilo de lo que hoy conocemos como tal, como tampoco una unidad idiomática; sino hasta en estos tiempos recientes.

Por ejemplo, la justicia local que se administraba en esos siglos se hacía en el Valle de Arán, o en las montañas de León, o en Cantabria, o en Galicia… en la lengua respectiva; de tal forma que a los litigantes se les reconocía el derecho de deponer y testificar en la lengua que en ese territorio coexistiera o se diera en ese momento. A la monarquía española no le importaba lo más mínimo el idioma en el cual se pudiera comunicar la gente, y de hecho nunca le importó. Lo que en verdad le interesaba era tener la soberanía real y efectiva sobre el territorio. Nada más.

Ni en el proyecto político de Fernando e Isabel, y ni tampoco en el de los Austrias, existía como objetivo principal la unidad idiomática de los reinos, y ni tan siquiera la administrativa. Anexionados Portugal y Navarra, se mantuvieron sus privilegios administrativos e idiomáticos, al igual que los del resto de los reinos. ¿Y por qué sucedía esto? Porque sencillamente la unidad idiomática de las Españas no fue nunca un problema.

Hay que llegar al Decreto de Nueva Planta de 1716, por ejemplo, para encontrar referencias que obliguen a usar el castellano en la administración de justicia catalana. Y es que lo único que interesaba a los reyes de las Españas hasta Fernando VII, era la unidad religiosa del Reino; pues España ha sido (y es) multilingüe desde su conformación. Y el bilingüismo de castellano con los otros idiomas ibéricos o hispánicos, siempre ha sido frecuente, hasta el punto de que el castellano ha tenido el prestigio de la Corte y de la literatura del Siglo de Oro. Pero ahí se acaba todo.

Habrá que esperar la llegada del primer tercio del siglo XX (concretamente 1931), con el artículo 4 de la Constitución de 1931, que establece por primera vez que: “El castellano es el idioma oficial de la República”. Nótese, por cierto, que no dice “de la Nación española”, frase que no aparece en ningún artículo de esa Constitución. La palabra “Nación” aparece solo en cinco artículos para referirse a “la seguridad de la Nación”, “el crédito de la Nación”, “los diputados representan a la Nación”, etc.

La victoria borbónica en la guerra supuso el “triunfo de la España vertical sobre la España horizontal de los Austrias”

Jaime el Conquistador, rey de Aragón y de Mallorca, era hijo de María de Montpellier y Pedro II de Aragón, y estuvo casado con Leonor, hija de Alfonso VIII de Castilla. Alfonso X estuvo también casado con Violante, hija de Jaime el Conquistador. Otra vez el castellano y el aragonés en compañía. Todas estas relaciones sugieren que catalán, aragonés y castellano convivían, y que esto no impidió, ni los enlaces, ni tampoco las relaciones entre los reinos hispánicos. Algunos poetas catalanes del siglo XV escribieron en castellano, como, por ejemplo, le sucedía a Pere Torroella. En fin, y por señalar algunos detalles más, la Monarquía Hispánica siempre defendió el derecho del Señorío a deponer en vascuence, y, por ejemplo, hasta 1770 no se prohibió oficialmente las lenguas americanas en América.

Según el historiador Ricardo García Cárcel, la victoria borbónica en la guerra supuso el “triunfo de la España vertical sobre la España horizontal de los Austrias”. Entendiendo por España horizontal, la España austracista, o la que defiende la España federal que se plantea la realidad nacional como un agregado territorial; con el nexo común a partir del supuesto de una identidad española plural y extensiva, conciliadora y solidaria. Mientras que la España vertical, es la España centralizada y articulada en torno a un eje central (que ha sido siempre Castilla); al tiempo que vertebrada desde una espina dorsal, con un concepto de una identidad española homogeneizada e intensiva, centrípeta y estandarizada.

Por lo tanto, y desde finales del siglo XVIII, hasta hoy mismo, el Gobierno Central, a través de leyes, decretos, normas y deseos; se ha empeñado (unas veces con mayor o menor acierto, pero siempre y la mayor de las veces con más o menos virulencia; dependiendo de las épocas) en aplicar una desesperada política, que hoy terminado el siglo XX podríamos denominar de inmersión. Una inmersión que dura ya tres siglos, y que pretende imponer un dialecto castellano (por cierto, cada vez más andalucizado) en la totalidad del territorio cántabro, aunque fuera de él también.

Un Gobierno este (al igual que los anteriores) que muestra un desprecio manifiesto y escandaloso hacia el cántabro-hablante, y que ni tan siquiera como única solución al problema generado; pasa por el cumplimiento de la Constitución española: “que equipara en derechos y deberes la lengua española y la propia de cada Comunidad”.

Inmersión lingüística y uniformidad castellanizante con el advenimiento del siglo...
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