viernes. 29.03.2024
MEMORIA

De mi memoria ya evanescente. -XVIII. -El bombardeo que dejó de existir

Mis primeros trabajos, alternados con otros publicados bajo diversos seudónimos en la edición de La Gaceta del Norte dirigida por Jesús Delgado Enedaguila (1926-2003) y en diversos medios nacionales, consistieron en una serie de informes sobre la historia oculta (o, más bien ocultada), de los años republicanos y de la Guerra Civil, que después tendrían la oportunidad de publicarse en una colección de la Institución Cultural de Cantabria,

Fábrica de Curtidos Pedro Mendicouagueº
Fábrica de Curtidos Pedro Mendicouagueº

Cuando mediada la década de 1970 comencé a colaborar con alguna regularidad en la prensa tuve la certidumbre de que la historia de Cantabria más reciente no solamente se nos había hurtado durante el franquismo, sino que también había sido escamoteada a nivel nacional. Cantabria (entonces se denominaba oficialmente provincia de Santander) no existía y, al parecer, sus antecedentes tampoco existieron para los historiadores.

Enigmas como el hecho de que una provincia bastante conservadora como era esta no se sumara a la sublevación militar del 18 de julio no se trataban en ninguno de los libros de historia, como tampoco el hecho de que la revolución de Octubre de 1934 tuviera su repercusión en algunas comarcas de Cantabria con la consiguiente influencia en los hechos desarrollados posteriormente y que concluyeron en un Santander leal a la República, sitiado durante trece meses por las fuerzas sublevadas, bombardeado repetidamente y protagonista de un sangriento episodio cual fue la matanza de prisioneros derechistas en el barco-prisión Alfonso Pérez, que formaría parte del argumentario de la represión ejercida durante los cuarenta años de dictadura.

Dado que algunas de esas incógnitas, así como los comportamientos colectivos bastante confusos, incidieron de forma flagrante en el imaginario de la población, pretendí revisar lo ocurrido y desentrañar los acontecimientos que en su tiempo habían tenido lugar y el desencadenante que los mismos produjeron. El único lugar que en aquel momento podía dar acogida a la publicación de mis investigaciones, basadas en su mayor parte en trabajos de hemeroteca, era La Hoja del Lunes, un semanario propiedad de la Asociación de la Prensa de cuya dirección se había jubilado el periodista lebaniego Florencio de la Lama Bulnes (1905-1998), sucedido en el cargo por el también lebaniego Juan González Bedoya.

Bombardeo Santander

Acababa yo de publicar mis dos primeros libros: Guía secreta de Santander (1975) y Conversaciones con la Mary Loly. 40 años de prostitución en España (1976), tratando en ambos de destapar algunos aspectos sociales e incluso morales de nuestra historia local, y que tuvieron bastante éxito en la España del postfranquismo, el primero de ellos encargado por una editorial madrileña y el segundo editado por un sello catalán. Tratándose en sus contenidos algunos temas que entonces no eran digeridos por una prensa sometida a la doble censura estatal y provinciana, no hubiera sido posible publicarlos en Santander.  

González Bedoya, joven veinteañero, aunque había hecho algún periodo de prácticas en Alerta, trabajaba en la prensa vasca y no sabía lo que se le venía encima

González Bedoya, joven veinteañero, aunque había hecho algún periodo de prácticas en Alerta, trabajaba en la prensa vasca y no sabía lo que se le venía encima. Una cadena de casualidades impulsaría rápidamente el proceso de cambio dentro de un ambiente periodístico bastante ultramontano. Mi añorado amigo el poeta Isaac Cuende Landa (1930-2015) trabajaba en la Asociación de la Prensa y me informó acerca de la ausencia de director con el objeto de que trasladara a Bedoya que se presentara ante su gerente, Federico Andrés Sarasúa (+2013); encontré en la calle a Bedoya, recién llegado a la ciudad creo que de Vitoria, se lo indiqué, y así lo hizo. Los cinco años al frente del semanario pondrían a prueba su talante, y también el de los numerosos enemigos que la transición democrática tenía en Cantabria, siendo decisivos para cuanto en la próxima década sucedió en la prensa local, con su repercusión en la sociedad.

Mis primeros trabajos, alternados con otros publicados bajo diversos seudónimos en la edición de La Gaceta del Norte dirigida por Jesús Delgado Enedaguila (1926-2003) y en diversos medios nacionales, consistieron en una serie de informes sobre la historia oculta (o, más bien ocultada), de los años republicanos y de la Guerra Civil, que después tendrían la oportunidad de publicarse en una colección de la Institución Cultural de Cantabria, gracias a la mediación de quien era su presidente en funciones: el médico Leandro Valle González-Torre (1919-2014), pero contando con la oposición de la mayoría de los diputados constituidos en un auténtico bunker ideológico, de tal manera que aunque el libro estaba impreso no logró salir a la calle hasta que la democracia no renovó los cargos y los envió a todos a sus casas. En ese momento, mayo de 1979, yo ya ocupaba un escaño como concejal comunista en el Ayuntamiento de Santander y, lo que son las cosas, la nueva distribución de asientos hizo que en las sesiones plenarias me correspondiera sentarme codo con codo con el nuevo presidente de la Diputación: el centrista José Antonio Rodríguez.

El libro (hoy inencontrable) incluía, además de las crónicas publicadas en Hoja del Lunes, una más que había enviado al efímero semanario torrelaveguense Cántabro, que después de haber sido fundado en 1976 por Carmen Sollet Sañudo -una de las primeras y escasas periodistas que hubo en Cantabria durante el tardofranquismo-, pasó a ser dirigido por el periodista José Antonio González Casares, quien lo aceptó de inmediato y el 15 de enero de 1978 publicó mi propuesta de cubrir una laguna informativa existente en nuestra historia regional: el bombardeo de Santander por docena y media de aparatos de la aviación alemana en la mañana del 27 de diciembre de 1936, así como sus trágicas consecuencias.

Mujeres en la entrada de un refugio en Santander

Mujeres en la entrada de un refugio en Santander 

La primera investigación realizada procedía de revisar las páginas conservadas en la profusa Hemeroteca Municipal, y de las mismas surgieron los nombres de las personas fallecidas tanto como consecuencia del bombardeo como en la matanza de presos derechistas producida a partir de su finalización. La prensa de los días siguientes, sometida a la censura de guerra, omitió las referencias al asesinato masivo de quienes considerados cómplices de los sublevados caerían como represaliados por las víctimas de los bombardeos; por su parte, la prensa de los siguientes cuarenta años también obvió cualquier referencia a la presencia de los aviones alemanes, mientras dedicaba múltiples páginas a las víctimas del bando nacional. El mío fue, pues, el primer trabajo periodístico que recuperaba completa la memoria de un trágico episodio negro de nuestra historia de guerra, tratando igualmente la información de un lado y de otro, porque en los dos bandos había habido víctimas inocentes aunque, si se me apura, los de uno de ellos eran más inocentes todavía, ya que los encargados de lanzar la metralla desde sus aviones no preguntaban a qué bando pertenecía el blanco de sus disparos; en todo caso, solo habían sido cuidadosamente seleccionados entre los barrios obreros de la ciudad.

Bombardeo de Santander

Aquel bombardeo de Santander, lo mismo que los siguientes de Bilbao y Málaga, con similares respuestas, fue un ensayo general de lo que después vendría con el de Guernica del 26 de abril de 1937; pero también supuso el comienzo de la falacia en el relato de los hechos que se fabricaría posteriormente. La novelista Concha Espina, recluida en Mazcuerras, en su diario Esclavitud y libertad… (1938) apenas da cuenta de ese bombardeo y la destrucción de Guernica se la adjudica a los rojos en su huida, una fake que circuló en la España nacional durante muchos años. Ramón Bustamante Quijano en A bordo del Alfonso Pérez (1939) recoge la impresión que le dio la presencia de los aviones; medio siglo más tarde, Manuel Felipe de la Mora Villar, carnet número 2 de Falange y uno de los superviviente del Alfonso Pérez, me trasladaba sus malos augurios cuando vio a los aviones volar con sus bombas por encima del barco:

-Si no nos matan los nuestros, los otros acabarán con nosotros después.

El primero en ocuparse del tema extensamente fue el historiador militar franquista Emilio Herrera Alonso (1920-2008) en su libro Guerra en el cielo de Cantabria (1999) y después ya vinieron los historiadores José Manuel Puente Fernández en Una ciudad bajo las bombas. Bombardeos y refugios antiaéreos en el Santander republicano (2011) y Fernando Obregón Goyarrola, con República, Guerra Civil y Posguerra en Santander (1931-1948) (2014), y mi libro que citaré más adelante.

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Los nombres de las víctimas, con algunos errores propios de la transcripción efectuada por vía oral, venían en las páginas de la prensa del martes día 29. Pero la mortandad fue importante, tanto en el momento como en los días posteriores al sangriento suceso. Para ampliar la información hemerográfica me dispuse a hacer un trabajo de campo en el barrio más damnificado (de las 64 identificadas, alrededor de 30 víctimas, más una treintena de heridas), y recuerdo que habiendo encontrado a varias personas mayores tomando el sol en esas calles a media ladera que tanto disfrutan de los días soleados en Santander me topé con un gran mutismo entre las mujeres preguntadas, renuentes a responder a una cuestión que cuarenta años después aún les resultaba espinosa y hasta peligrosa:

-Calla, calla, no vaya a ser que nos quiten la pensión de jubilación.

Incluso apareció un individuo de mediana edad que me recriminó por lo que él consideraba intención de revolver las cosas del pasado y que había que dejarlas como estaban. Algunos años más tarde, estando ya los socialistas en el Gobierno de la nación, esa misma persona me buscó en las dependencias de la Hemeroteca Municipal para obtener más datos acerca del bombardeo:

-¿No decía usted que hay que dejar las cosas como estaban?

-Sí, pero es que han aprobado una ley por la cual a las víctimas de la Guerra Civil les dan hasta un millón de pesetas de indemnización, y necesito presentar toda la información posible de mi familia.

Tan calladas estaban las cosas que habiendo yo conocido a una vecina del Barrio Obrero no se me ocurrió peguntarle por los hechos de aquel domingo de diciembre soleado pero fatídico. Fue mi amigo el poeta y escritor santanderino Jesús Gutiérrez Diego quien, desde la distancia de su domicilio actual en Las Palmas de Gran Canaria, me facilitó la información de que su suegra, Pilar Ayala Prado, era superviviente del bombardeo. Veamos: Pilar, persona muy agradable y dicharachera, me hubiera contado cuanto necesitaba saber, puesto que no solamente lo había sufrido sino que también tenía una hermana llamada Concepción Ayala Prado (1909-1936), fallecida y trasladada a la Casa de Salud Valdecilla. Ambas trabajaban en la fábrica de curtidos de Pedro Mendicoague López, un industrial de origen francés instalado en el Barrio de Pronillo, considerada la empresa más antigua de Cantabria (establecida en el próximo paseo de Alonso Gullón (ahora del General Dávila por voluntad del franquismo y del postfranquismo) y a Pilar le correspondía la función de hacer sonar la campana de alarma ante la aparición de aviones facciosos. Ese día era domingo y por ello no fue a cumplir con su obligación cotidiana, lo cual la salvó de convertirse en una más de las víctimas mortales. No tuve tiempo de incluir este dato en mi libro Mujer, República, Guerra Civil y Represión en Cantabria (2014), donde se recogen los nombres de cuantas mujeres he tenido noticia que en Cantabria sufrieron algún tipo de violencia durante la Guerra Civil y, posteriormente, en el transcurso de la larga noche del franquismo. Como tampoco la consecuencia, entre otras muchas, de que una niña de corta edad llamada Concepción Suárez Ayala quedara huérfana de madre.

Concepción Ayala Prado

Concepción Ayala Prado 

Ahora, una visita inesperada me remite a ese pasado que estoy rememorando. Elena Fernández Otí fue una niña superviviente del bombardeo sobre el Barrio Obrero en el cual habitaba con su familia, compuesta de padre, madre, ocho hermanos y un primo incorporado. Su hermana Ángeles Fernández Otí (1928-1936) no tuvo su suerte y, no habiendo llegado a tiempo para refugiarse, falleció víctima de la metralla. Su padre, un ferroviario de ideas socialistas, pudo reconocerla en las dependencias de la Casa de Salud Valdecilla.

Una errata en el segundo apellido había movido a Elena a tratar de rectificar un dato que para nosotros pudiera parecer baladí, fruto del apresuramiento de las crónicas del momento y la rápida transcripción de los periódicos. Para ella es importante esta aclaración que, además, nos sirve para relacionar a los Otí con una de las sesenta familias flamencas que en el siglo XVIII llegaron a Cantabria para prestar sus servicios en la fábrica de cañones de Liérganes y La Cavada: la familia materna de Elena procedía de la localidad cántabra de Ceceñas y, por las piruetas trágicas de la Historia, ha visto cómo una de sus descendientes moría alcanzada por la metralla lanzada desde un avión alemán. En su mismo edificio fueron seis las personas fallecidas aquel día.

Elena, Aurelio, Angelines (dcha.)

Elena, Aurelio, Angelines (dcha.) 

Cuando entraron en Santander las tropas sublevadas encarcelaron a su padre, acusado de haber insultado a la aviación y sometido a consejo de guerra que solicitaba para él doce años de prisión, pero finalmente quedó en libertad y castigado con la pérdida de empleo durante un año. Al salir se encontró con que un falangista del barrio, posiblemente el mismo que lo denunció, se había apoderado de una vivienda a la cual ya nunca más volvieron. Su primo, combatiente en el Ejército Republicano, fue recluido en un campo de concentración durante más de dos años. Desde entonces, la ley del silencio familiar imperó en una casa con seis hermanas, dos hermanos y un primo.

-Pero mi padre escuchaba, con mucho cuidado, la Radio Pirenaica.

Viuda desde hace muchos años, reside en Madrid, pero aprovechando unas vacaciones ha solicitado a su yerno, el profesor José Eugenio Cordero de Ciria, un historiador especializado en temas relacionados con el Holocausto, que sirva de intermediario para que podamos conocernos. Procede de una familia muy castigada por la Guerra Civil porque, además de los datos mencionados, su tío paterno Conrado Fernández Martínez(1887-1938), residente en El Astillero, fue detenido el 11 de septiembre de 1937 y fusilado en las tapias de Ciriego el 19 de agosto de 1938. Enterrado en la enorme fosa común abierta en el cementerio civil, su nombre figura en el libro de Antonio Ontañón Toca Rescatados del olvido (2004), no ha podido hallarse la fotografía que sirviera para su reconocimiento. Su viuda María y sus hijas huyeron al exilio francés y, desde entonces, la familia no cuenta con más información acerca del paradero de las mismas.            

Cada 27 de diciembre la prensa publicaba amplia información sobre las casi doscientas víctimas franquistas habidas aquel infausto día, así como esquelas recordatorias de las mismas. Incluso bien avanzados los años 80, pero el silencio acerca de las otras víctimas era clamoroso y resultaba bien patente de la injusta situación que aún se vivía. Aquel silencio colaboró tajantemente, sin duda, a que el Estado alemán no reconociera el derecho que tenían a percibir una indemnización por su cualidad involuntariamente adquirida de ser damnificados por los crímenes de guerra nazis.    

Se daba la paradoja de que entre los cadáveres del bombardeo se encontraba los del alcalde de Puente Viesgo durante la dictadura de Primo de Rivera y su dos hijos menores. También el de un falangista de El Astillero que, en adelante, aparecería en alguna lista como víctima de los rojos. Todos ellos habían recibido el regalo anunciado por la voz aguardentosa del general Gonzalo Queipo de Llano (1875-1951) a través de los micrófonos de Radio Sevilla:

-Santanderinos: ahí os mando los confites para Navidad. 

De mi memoria ya evanescente. -XVIII. -El bombardeo que dejó de existir
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