sábado. 20.04.2024

Mítines, banderines y champán

Los mítines son un circo de tres pistas para convencidos, que se prestan al espectáculo a cambio, en el mejor de los casos, de un apretón de manos del candidato, y con seguridad, de un banderín de plástico que deben agitar cuando suena la música. Antes regalaban también pegatinas y llaveros, pero la crisis se llevó eso por delante.

Y que siga la fiesta...

Hace muchísimos años que no voy a un mitin. Me resultaron siempre tediosos, convulsos y muy cínicos. Lo gente está sobreactuada, como si entrara en la casa de Gran Hermano; la organización pretende que salgan como la primera comunión de una princesa católica; y los lideres, los que intervienen y los que no, a los que se les come la envidia por mucho que digan otra cosa, sonríen y dan la mano sin saber por qué ni a quien mientras repiten una y otra vez las mismas soflamas partidistas. Los mítines son un circo de tres pistas para convencidos, que se prestan al espectáculo a cambio, en el mejor de los casos, de un apretón de manos del candidato, y con seguridad, de un banderín de plástico que deben agitar cuando suena la música. Antes regalaban también pegatinas y llaveros, pero la crisis se llevó eso por delante. Ni pines se dan ya a cambio de ajarse las manos aplaudiendo y arroncarse gritando "guapo guapo".

Ahora se busca el recogimiento intelectual, la cercanía, y sobre todo no hacer el ridículo con un acto con cuatro gatos

Con el tiempo el formato ha cambiado. Antes se llenaban plazas de toros, a miles, con el albero lleno de sillas ocupadas por el primero en llegar, y un escenario de concierto de la Pantoja, con un atril en el centro para hacer el número de los discursos. Había que arrasar para asustar al adversario, como si en vez de un acto electoral fuera un desfile militar en Corea del Norte. Las calvas en los espacios retrataban una organización incapaz de llenar autobuses al precio de un bocadillo con agua y una naranja de postre. Ahora se busca el recogimiento intelectual, la cercanía, y sobre todo no hacer el ridículo con un acto con cuatro gatos. No hacen falta muchos, sino diversos, que hagan de público y de fondo, con los oradores dando vueltas a su alrededor. Los estadios se han cambiado por salitas de café y te, y los vatios de los altavoces por sonido envolvente. Los discurrentes ya ni siquiera cambian de tercio cuando les avisan de que están en directo en el telediario

Además, a los mítines sólo van los convencidos, esos que son fijos en los listados del aparato local, una especie de atrezzo de guardia para eventos que no suele fallar. Son los mismos que ya iban hace lustros, pero menos, porque no son perennes. Y ahora encima les colocan. Ya no vale correr como si se acabara el mundo para pillar sitio delante. Manda la imagen, y los frentes deben ser armónicos. Igual de entregados a los aplausos y las risas, porque las gracietas de tasca siguen estando en los guiones, pero con mejor pinta para que no se rompa el equilibrio. La competencia calculando masas ha pasado a tener otro patrón de medida, el de la gente con cara de lista puesta de adorno en primera fila, que hace que está pendiente a lo que se dice moviendo mucho la cabeza como asintiendo, y que no da mal a cámara. Han vestido a la mona de seda, aunque sigue siendo igual de mona. Los mítines son un coñazo montados para que los candidatos y su cohorte de pelotas vivan la realidad paralela de la aceptación mayoritaria sin más crítica que el sabor de los caramelos que reparte en la entrada. Y no hay más. Ni menos, porque a peor no pueden ir. 

Mítines, banderines y champán
Comentarios