jueves. 28.03.2024

Sólo los pastores kurdos de aquella perdida región de Turquía, ya en Mesopotamia y muy cerca de la frontera Siria, conocían el lugar, en el que cada verano se daban cita, atraídos por su magnetismo. Hasta que en 1889, Carl Sester, un ingeniero de ferrocarriles alemán al servicio del Sultán otomano, supo de su existencia, y se acercó a verlo. 

Lo que encontró lo dejó fascinado: al pie de un túmulo piramidal de 50 metros de alto y 150 de diámetro, se alzaban dos conjuntos de estatuas sedentes de 9 metros de altura, cuyas colosales cabezas estaban desparramadas sobre el suelo, derribadas por los vientos de alta montaña y los terremotos.

Sester no sabía a quién representaban, pero las ruinas sugerían la existencia de un reino poderoso y de una tumba tal vez intacta y repleta de tesoros. La descripción parecía tan fantástica que tuvieron que pasar décadas hasta que los estudiosos empezaron a darle crédito.

Hoy Nemrut Dagi, Parque Natural desde 1989 y Patrimonio de la Humanidad  de la UNESCO en 1987, se ha convertido en un símbolo de Turquía. Decenas de turistas ascienden en autobuses hasta la cima, desde la que se divisan el Éufrates  y los montes Taurus. Desafiando los, incluso en verano, helados vientos de la cima, se presentan antes de amanecer o al declinar del día. Porque cuando la luz rojiza tiñe las enormes cabezas de piedra, el misterio y la grandeza  del lugar empapan la atmósfera y el enigma, literalmente, se respira.

Los protagonistas

Theresa Goell era una judía norteamericana adicta a la arqueología, cuya pasión por la aventura le llevó a deshacerse de un marido convencional en 1932 y, dejando  a su hijo de 7 años al cuidado de una tía, embarcarse rumbo a Jerusalén, donde trabajó como arqueóloga y arquitecta durante dos años. De vuelta a su Nueva York natal, pasó el paréntesis de la guerra vinculada a ámbitos universitarios hasta que, en 1946 recibió una invitación para participar en una excavación en Tarsus, Turquía. 

LAS CABEZAS DE APOLO Y ZEUS Y AL FONDO LOS CUERPOS SENTADOS EN SUS TRONOS

Las cabezas de Apolo y Zeus

Los rumores acerca de Nemrut Dagi le llevaron a cruzar Anatolia en solitario –era la primera mujer occidental que lo hacía– y, trabajosamente alcanzar la cima. El espectáculo que se abrió ante sus ojos la cautivó de tal manera que consagró el resto de su vida a excavar y estudiar el yacimiento.

Y es que las enormes cabezas de los dioses, derribadas al pie de sus cuerpos sentados en tronos de piedra, perturban como los mejores cuadros surrealistas. El alemán Friedrich Carl Dörner,  un profesor universitario de Historia especializado en la traducción de inscripciones antiguas, diez años más joven que Theresa, experimentó lo mismo que ésta cuando contempló el santuario.  

Ambos solicitaron un permiso de excavación a las autoridades turcas y recibieron el visto bueno simultáneamente. Una desagradable sorpresa para dos personalidades egocéntricas y competitivas, cuyo objetivo final era la gloria en exclusiva de haber encontrado la tumba intacta. Si a ello le añadimos las sospechas  por el posible pasado nazi de él y la condición judía de ella, puede comprenderse que tras la cordialidad que mostraban en público había una relación muy complicada. De hecho, la mutua desconfianza les impidió compartir el resultado de sus trabajos hasta que no les quedó otro remedio, poco antes del final de sus vidas.

En busca de la tumba

Mehmet es uno de los guardas que vigilan un yacimiento que, según dice, se ha deteriorado en los últimos años a consecuencia del turismo. “Es agotador”, confiesa, “ir todo el día de un lado para otro, tratando de evitar que la gente cruce las barreras y pise las ruinas para hacerse selfies junto a las cabezas o, peor aún, intente subir a la cima del túmulo”. 

Mehmet es, como buen turco, de trato agradable y orgullo patrio fácilmente irritable ante la opulenta historia de su país.  Habla de los trabajos de Theresa,  Friedrich y otros arqueólogos en el túmulo con una sonrisa condescendiente, mientras no oculta su admiración por su constructor, el rey Antíoco. “Probaron por todos los medios para llegar a la tumba, pero no había forma de encontrar el acceso. Cuando intentaban excavar galerías en la pirámide, las 700.000 toneladas de roca triturada que la forman se les venían encima… En años posteriores, trajeron toda clase de georradares y aparatos electrónicos, pero las grutas internas de la montaña confundían a las máquinas. En otra ocasión  utilizaron dinamita, y la única cabeza que quedaba en su sitio rodó también por el suelo. Los obreros casi se amotinan creyendo que era una gesto de cólera de Antíoco desde el más allá…”

Un insólito mestizaje entre Oriente y Occidente

Las investigaciones de Theresa Goell  y la traducción de las inscripciones en griego de Friedrich Dörner permitieron volver a la luz a Commagene, un olvidado  y efímero reino surgido algo antes del siglo I AC entre las fronteras de Roma y Partia, dos potencias mundiales en conflicto cuya supervivencia solo podía garantizarse con la aniquilación del contrario.  Por Commagene pasaban las rutas comerciales de la época, y eso lo había convertido en un reino muy rico. Su rey, Antíoco I, solo podría evitar ser invadido ejerciendo una sutil diplomacia que mantuviese un difícilmente conciliable equilibrio entre la ambición y los celos de tan temibles vecinos. 

Pompeyo,  Cicerón y Marco Antonio trataron con él, y el último intentó en vano tomar su capital, Samosata. Todos regresaron a Roma en actitud pacífica y cargados con las riquezas que Antíoco prodigaba para asegurar su independencia. Pero, entre dos gigantes enfrentados, la neutralidad no es difícil, sino imposible: fuentes romanas sugieren que Antíoco perdió la vida a manos de los partos, tal vez a consecuencia de un tratado de amistad con Roma. 

Entre las brumas que la escasez de datos y el paso de los milenios han esparcido sobre aquel reino, lo único que parece claro es la inteligencia de Antíoco y, sin ninguna duda, una autoestima que rozaba la megalomanía. Su ascendencia desde Darío el Grande y los reyes aqueménidas por parte de padre, y de Alejandro Magno a través de su madre, le emparentaban, según él,  con los panteones de deidades griegas y persas. 

Casado a su vez con una princesa heredera de los ya decadentes reinos que dejó Alejandro, las costumbres de oriente y occidente se fusionaron durante su reinado en una cultura que mezclaba elementos helenísticos, persas, armenios,  babilonios e hititas. La lengua oficial era el griego, pero la de uso común continuó siendo el arameo.

Antíoco culminó esta fusión creando una religión a su medida, en la que las divinidades griegas se solapaban con las persas, y él también participaba de la condición divina por su linaje. Así,  hizo tallar su imagen en el mausoleo, sentado en su trono como un ídolo  más  entre Zeus-Ahura Mazda, Apolo-Mitra, Hércules-Artagenes  y Commagene, una diosa local de la fecundidad.

Tumulo de Karakus

La octava maravilla del mundo antiguo

Theresa y Friedrich volvieron una y otra vez al santuario en las décadas posteriores, obsesionados por desvelar el misterio y, sobre todo, por encontrar la tumba. Ambos murieron sin conseguirlo, pero su legado iluminó la historia de esta apartada región y difundió el conocimiento de un lugar que bien merecería estar entre las 7 maravillas del mundo antiguo.

“Nunca encontrarán la tumba”, asegura Mehmet, el guarda, con una nada reprimida satisfacción. ”Tendrían que destruir el túmulo, y aún así podrían encontrarse con que bajo él no hay nada. Aunque Antíoco dejó escrito junto a las estatuas que su cuerpo yace aquí, era un hombre muy astuto. Podría tratarse de un señuelo, una estratagema para desviar la atención del verdadero lugar, que nadie conoce”.

El legado de Commagene

En los alrededores del monte Nemrut, se dispersan muchos otros yacimientos del reino que Commagene, que duró casi doscientos años, hasta su definitiva anexión a Roma bajo el reinado del emperador Vespasiano.

La capital, Samosata, se excavó antes de quedar anegada bajo el pantano Ataturk, una obra insignia de la ingeniería turca sobre el río Éufrates. Después, los más relevantes son la capital de verano, Arsameia, y la supuesta tumba del padre de Antíoco I, que cuenta con una extensa inscripción en griego y un impactante relieve de aquel, Mitídrates, estrechando la mano a Hércules. No lejos de aquí se halla el enorme túmulo de Karakus, cuyas tumbas vacías –se cree que expoliadas– albergaban a la esposa y otros miembros de la familia de Antíoco. Por último, a unos 90 kilómetros, se encuentra el túmulo de Sesönk,  del que no se conservan inscripciones que expliquen para quién fue construido.

La decadencia del Arameo

Con las primeras inscripciones conocidas en torno al 1200 a.C. , basadas en el alfabeto fenicio, el arameo es una antigua lengua de origen semítico difundida por todo Oriente Medio, desde el río Indo hasta Palestina, en forma de decenas de dialectos desgajados a lo largo de los siglos, en uno de los cuales hablaba Jesús de Nazaret. Lengua oficial en el imperio persa y Lingua Franca en Mesopotamia, Anatolia, Caúcaso, Arabia e incluso Egipto, fue utilizada por persas, babilonios, judíos y asirios, y su grafía está en el origen de los caracteres empleados por árabes y judíos. No es extraño, por tanto, que fuese el idioma cotidiano en Commagene. 

Todavía persiste como lengua litúrgica en comunidades judías y cristianas orientales, pero su supervivencia como idioma hablado ha ido decayendo, y en la actualidad está muy comprometido. Se teme que no supere la próxima generación, cuando desaparezcan quienes aún hoy lo utilizan. Para evitarlo, diversos proyectos internacionales están trabajando en su homologación y recuperación.

Nemrut Dagi, la tumba del rey que quiso ser Dios
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