viernes. 19.04.2024

Una sentencia, para sentenciarnos a todos

Sobre la sentencia, más allá de su ineficacia como herramienta para la resolución del conflicto, podemos decir que es una sentencia injusta y desproporcionada a la luz de los hechos probados. 

Como probablemente todos ustedes ya saben, el pasado Lunes 14 de Octubre, se ha hecho pública la sentencia del TS para los acusados del juicio del Proces. Tal y como muchos preveían, dicha sentencia, en la que los acusados han sido condenados por un delito de sedición a penas de entre nueve y trece años de cárcel, ha servido de todo menos como bálsamo a la situación de tensión política y social que en estos últimos años se vive en Cataluña y por extensión en el resto del estado Español. Efectivamente, tal y como muchos pensábamos, la judicialización de un conflicto eminentemente político no ha sido sino un burdo intento de apagar el fuego a base de bidones de gasolina.

Por desgracia, estamos ante un asunto de suma complejidad sobre el que habría que reflexionar de manera pausada y extensa, para poder abarcar y analizar todas sus derivaciones y entresijos. Algo imposible de hacer en un artículo de estas características. Una pausa, una reflexión, una moderación y un grado de sensatez, por otro lado, que desgraciadamente han brillado por su ausencia en el modo y la forma de proceder la gran mayoría de dirigentes políticos de este país a uno y otro lado. Dirigentes sobre los que descansa, o ha descansado la responsabilidad de buscar una salida dialogada al conflicto. Muy al contrario, muchos de ellos han actuado, y aún hoy siguen actuando como auténticos pirómanos que, en la búsqueda de un mísero puñado de votos, están dispuestos a destruir todos los puentes de diálogo entre Cataluña y el estado español.

Sobre la sentencia, más allá de su ineficacia como herramienta para la resolución del conflicto, podemos decir que es una sentencia injusta y desproporcionada a la luz de los hechos probados. Unos hechos probados que, por otra parte, están llenos de valoraciones subjetivas del tribunal que jamás deberían estar incluidas en dicha redacción. Valoraciones que rezuman un carácter marcadamente político y que jurídicamente carecen de significado o peso ninguno, como cuando se acusa a los condenados de querer “pulverizar la constitución”. Afirmaciones que sirven como excusa para imputar un delito de sedición que por otro lado es difícil de sostener cuando en la propia sentencia se reconocen hechos como que: no se subvirtió el orden constitucional, que la concentración frente a la consejería de Economía del 20 de septiembre de 2017 se ampara en el derecho de reunión, que de hecho no se impidió la actuación de la policía, que el día de la DUI, hubo una interrupción súbita de la Declaración de Independencia, que la dejó sin efecto de forma inmediata y que se abrió una puerta al diálogo. O lo que es lo mismo, que fue una mera declaración política.

Efectivamente, tal y como muchos pensábamos, la judicialización de un conflicto eminentemente político no ha sido sino un burdo intento de apagar el fuego a base de bidones de gasolina

Pero esta es una sentencia que también, además de ser injusta y desproporcionada, sienta una peligrosa jurisprudencia cuando defiende sin ambages ni matices de ningún tipo, la coherencia de la imposición del castigo correspondiente, para quien invoque a la desobediencia civil. 

Una de las definiciones más concisas y acertadas de la desobediencia civil, es la dada por John Rawls, quien la define como un “acto público no violento, consciente y político, contrario a la ley, cometido habitualmente con el propósito de ocasionar un cambio en la ley o en los programas de gobierno”. En base a esto podemos decir que la desobediencia civil se ampara en el ejercicio de tres derechos fundamentales reconocidos en la constitución española: libertad de conciencia, libertad de expresión y libertad participación política. Es, sin duda alguna y aunque suene contradictorio, uno de los principales elementos estabilizadores de nuestro sistema constitucional.

Esta peculiaridad de la desobediencia civil, es la razón de que exista una doctrina aceptada por el propio Tribunal Constitucional que tiene como objetivo la aplicación comedida de sentencias hacia quienes la ponen en práctica, ya que la aplicación de un castigo desproporcionado a quien se extralimitase en el ejercicio de un derecho fundamental, como los anteriormente mencionados,  llevaría implícita una futura renuncia al ejercicio de esos mismos derechos por el miedo a sufrir las pertinentes sanciones. Algo que ataca directamente a la raíz de cualquier estado de derecho y democrático.

Esta sentencia del Tribunal Supremo hace saltar por los aires esta doctrina. Y es que, a pesar de lo que desde muchos ámbitos de nuestra sociedad se considera de manera ciertamente inocente, la judicatura en nuestro país es un actor político de primer orden. Algo que no tendría por qué ser negativo si esta voluntad política no estuviese consagrada a unos intereses concretos, en vez de a la búsqueda de la aplicación de la justicia de la manera más eficiente y justa posible, valga la redundancia. 

Nos estamos jugando la democracia

Por eso esta sentencia, lejos de ser una herramienta de resolución del conflicto, en base a una interpretación y aplicación de la ley que hubiese tenido en cuenta el contexto político y social en el que se dan los hechos, así como los antecedentes históricos que los condicionan, es un elemento de coerción, de aviso, de amenaza, de advertencia, para aquellos que decidan oponerse, mediante el libre ejercicio de sus derechos y libertades a cualquier actuación del estado que consideren manifiestamente injusta. 

Algo que no es sino un signo preocupante de una peligrosa deriva hacia un estado pseudo totalitario con su calidad democrática seriamente mermada. Algo que demuestra, como algunos ya señalamos en su momento, que lo que aquí nos estamos jugando, no es ya la independencia de Cataluña, el derecho a decidir, la “unidad indisoluble” de la nación española o la resolución, cada vez más ilusoria y alejada, de nuestro conflicto territorial. Lo que está en juego tanto en Cataluña, como en el resto del estado, se refiere ya a las libertades más básicas: el derecho de opinión, la libertad de expresión, la libertad de reunión y manifestación, el derecho a tener un juicio justo o el derecho a que los poderes públicos no actúen con arbitrariedad. Es decir, nos estamos jugando la democracia.
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Una sentencia, para sentenciarnos a todos
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