jueves. 25.04.2024

Alfonsina Storni, cuando las Nereidas ya no pueden protegernos (II)

Se ha dicho que el motivo de su decisión de desaparecer se debió a la detección de un cáncer de pecho. Pero si seguimos su recorrido vital a través de sus poemas, puede verse que la vida y la muerte, desde los inicios de aquellos, están entrelazadas para Alfonsina Storni, de tal manera que, a veces, resulta difícil saber de qué está hablando.

Alfonsina Storni viene al mundo en un ámbito familiar poco vibrante, nada rutilante. No podía ser un medio admirable cuando los negocios del padre iban mal, con la sensación doblada de fracaso, pues si habían inmigrado hasta el cono sur americano, desde Suiza, era, al menos, para salvar los muebles, ya que enriquecerse resultaba más complicado. Pero la familia sí tuvo sus momentos álgidos, sus días de vino y rosas, cuando levantan, junto con los hermanos del padre, una empresa, la primera fábrica de soda, hielo y cerveza que tuvo la provincia de San Juan;  “Cerveza Los Alpes, de Storni y Cía.” era su marchamo. Sin embargo esos días duraron poco, once años (1880-1891). Vuelven a Suiza porque a su padre Alfonso, en el ecuador de su residencia en Argentina, le pasa algo que nadie comprende ni sabe afrontar. El motivo de su vuelta a Lugano, que no era otro que el de aplacarse y serenarse, no se cumple, y, a los cinco años, la búsqueda de un porvenir que les asegurase una vida con mayores garantías, les hace partir de nuevo a San Juan, cruzando un Atlántico ya conocido. No volverán más a su tierra suiza, pero en este viaje una niña de cuatro años les acompaña: Alfonsina.

De nuevo, vuelven a repetirse los mismos problemas que en la primera estancia. No son los momentos más deseados por la familia tampoco esta vez. Su padre Alfonso abusa de la bebida, está desmoralizado y cae en la melancolía. Alejado del mundo y sin peculio, Alfonsina escribirá más tarde sobre él:

A MI PADRE
De mi padre se cuenta que de caza partía
Cuando rayaba el alba, seguido de su galgo,
Cuenta mi pobre madre que, como comprendía,
Lo miraba a los ojos y su perro gemía.
Que andaba por las selvas buscando una serpiente
Procaz, y al encontrarla, sobre la cola erguida,
Al asalto dispuesta, de un balazo insolente
Se gozaba en dejarle la cabeza partida.
Que por días enteros, vagabundo y huraño,
No volvía a casa, y como un ermitaño,
Se alimentaba de aves, dormía sobre el suelo.
Y sólo cuando el Zonda, grandes masas ardientes
De arena y de insectos levanta en los calientes
Desiertos sanjuaninos, cantaba bajo el cielo.

(“A mi padre”, ‘Ocre’, 1925. Alfonsina Storni)

Su madre, Paulina, también maestra, una pequeñoburguesa que necesitaba tapar la realidad al precio que fuese, sale, al año siguiente del suicidio de Alfonsina, solo sacando pecho -por lo que hay escrito-, dejando bien claro en el diario ‘Mundo argentino’ de qué familia procedía su hija, y su pedigrí social.

La vida de Alfonsina en Buenos Aires, a la que llega en 1911 con diecinueve años de edad, fue poco común en una ciudad en que se comenzaba a reivindicar únicamente el sufragio universal, los derechos ciudadanos. Así, esta mujer intelectual se erige sin pretenderlo en la voz de los sin voz. Además, llega con un niño en su vientre, fruto de un escondido amor. Se llamará Alejandro. Eran variables suficientes para no admitirla en la sociedad fácilmente; casi treinta años más tarde, los obituarios aún insistían en recordar su opaco pasado:

Publicaré [daré a conocer’, ‘haré público’] los verdaderos informes sobre el tan zarandeado origen y el lector que desee cerciorarse puede dar un paseíto a Lugano (Suiza), donde hallará quien se lo confirme”. 
Con setenta años, y habiendo perdido a mi hija,  me expreso por este medio para decir que mi hija, Alfonsina Storni, por los dos costados, materno y paterno, luce un origen envidiable, y de unas razas que si no fueron ricas en dinero, sí lo fueron en dignidad, talento e inteligencia. Por mi parte, tengo un hermano sacerdote, un tío poeta, un primo hermano que fue ministro de gobierno por muchos años, dos tíos abuelos, uno ingeniero y el otro escultor, que residían en Bolonia, y con ellos pasé mis primeros años. 
Su abuelo paterno era un hombre inteligentísimo, que tanto sabía manejar la azada como la pluma. La abuela, mi suegra, era una mujer como hay pocas. Tuvo dos hermanos sacerdotes, una hermana maestra, un sobrino médico y toda ella era un roble, recia y orgullosa. Tenga el favor de respetar a su familia. Todos nosotros la amábamos de verdad y la respetábamos en todas sus decisiones. Me despido, y espero que duerma en paz mi amada hija muerta y que el genio y las musas aleteen sobre su tumba de mar. 
Paulina, su madre.

(Carta de Paulina Storni, madre de Alfonsina, al director del diario ‘Mundo Argentino’)

En definitiva, no habla para nada de su hija Alfonsina; solo, de sus ‘orígenes’. Había que blindar el orgullo bien alto de su familia. Por otra parte, el suicidio, que Alfonsina siempre vio muy identificado con la propia reflexión y la libre elección, no cuadraba bien con el honor de la familia, la cual quedaba con un complejo servido y un comportamiento perturbado. De cualquier manera, esta capacidad de insumisión a callarse, y salir a la palestra para defender a su hija o, mejor, a la familia puede decirnos mucho de la vida de la poeta que, además, fue coherente hasta el final de su vida.

Habernos detenido lo necesario en esta etapa infantil de nuestra poeta ha sido para recordar y seguir remarcando la perogrullada de que es en esta edad cuando se dan los primeros trazos, expresiones, ideas y rasgos de nuestra identidad y existencia. En Alfonsina también, aun habiendo sabido ser independiente desde niña. Pero las marcas y rasgos quedan.

Su padre Alfonso abusa de la bebida, está desmoralizado y cae en la melancolía. Alejado del mundo y sin peculio, Alfonsina escribirá más tarde sobre él

PROMETIDA DE LA MUERTE

Se ha dicho que el motivo de su decisión de desaparecer se debió a la detección de un cáncer de pecho. Pero si seguimos su recorrido vital a través de sus poemas, puede verse que la vida y la muerte, desde los inicios de aquellos, están entrelazadas para Alfonsina Storni, de tal manera que, a veces, resulta difícil saber de qué está hablando. Una poeta vitalista cuyo instinto de muerte es considerable hace que escriba, por ejemplo, el soneto siguiente, escrito a principios del año en que muere. Lo escribe la misma tarde en que llega a esta ciudad uruguaya. Ella misma comenta el motivo de escribirlo, la tristeza: “… De pronto observé los cardos de las laderas: en sus lámparas mortecinas empezaba a quemarse la tarde. Puntas de tragedia en mi garganta y el receptor abierto. Enseguida pensé: los sapos están redoblando. Vi mi propia sombra muy alargada barrer las cicutas: la raíz del verso estaba apresada (…)”:

BARRANCAS DEL PLATA EN COLONIA
Redoble en verde de tambor los sapos
y altos los candelabros mortecinos
de los cardos me escoltan con el agua
que un sol esmerilado carga al hombro.
El sol me dobla en una larga torre
que va conmigo por la tarde agreste
y el paisaje se cae y se levanta
en la falda y el filo de las lomas.
Algo contarme quiere aquel hinojo
que me golpea la olvidada pierna,
máquina de marchar que el viento empuja.
Y el cielo rompe dique de morados
que inundan agua y tierra; y sobrenada
la arboladura negra de los pinos.

(“Barrancas del Plata en Colonia”, de ‘Mascarilla y trébol’. Alfonsina Storni, 1938)

De una u otra manera, detrás de cualquier recurso que utiliza la poeta -por diferentes que sean-, siempre cabalga la muerte en los escritos y poemas de Alfonsina. Es un tema predilecto para ella, la habla de tú a tú, con respeto, pero también con la autoridad de quien la conoce bien y sabe que aquella tiene ascendencia sobre uno:

UN CEMENTERIO QUE MIRA AL MAR
Decid, oh muertos, ¿quién os puso un día
Así acostados junto al mar sonoro?
¿Comprendía quien fuera que los muertos
Se hastían ya del canto de las aves
Y os han puesto muy cerca de las olas
Porque sintáis del mar azul, el ronco
Bramido que apavora?
Os estáis junto al mar que no se calla
Muy quietecitos, con el muerto oído
Oyendo cómo crece la marea,
Y aquel mar que se mueve a vuestro lado,
Es la promesa no cumplida, de una
Resurrección.
En primavera, el viento, suavemente,
Desde la barca que allá lejos pasa,
Os trae risas de mujeres... Tibio
Un beso viene con la risa, filtra
La piedra fría, y se acurruca, sabio,
En vuestra boca y os consuela un poco...
Pero en noches tremendas, cuando aúlla
El viento sobre el mar y allá a lo lejos
Los hombres vivos que navegan tiemblan
Sobre los cascos débiles, y el cielo
Se vuelca sobre el mar en aluviones,
Vosotros, los eternos contenidos,
No podéis más, y con esfuerzo enorme
Levantáis las cabezas de la tierra.
Y en un lenguaje que ninguno entiende
Gritáis: -Venid, olas del mar, rodando,
Venid de golpe y envolvednos como
Nos envolvieron, de pasión movidos,
Brazos amantes. Estrujadnos, olas,
Movednos de este lecho donde estamos
Horizontales, viendo cómo pasan
Los mundos por el cielo, noche a noche...
Entrad por nuestros ojos consumidos,
Buscad la lengua, la que habló, y movedla,
¡Echadnos fuera del sepulcro a golpes!
Y acaso el mar escuche, innumerable,
Vuestro llamado, monte por la playa,
¡Y os cubra al fin terriblemente hinchado!
Entonces, como obreros que comprenden,
Se detendrán las olas y leyendo
Las lápidas inscriptas, poco a poco
Las moverán a suaves golpes, hasta
Que las desplacen, lentas, -y os liberten.
¡Oh, qué hondo grito el que daréis, qué enorme
Grito de muerto, cuando el mar os coja
Entre sus brazos, y os arroje al seno
Del grande abismo que se mueve siempre!
Brazos cansados de guardar la misma
Horizontal postura; tibias largas,
Calaveras sonrientes: elegantes
Fémures corvos, confundidos todos,
Danzarán bajo el rayo de la luna
La milagrosa danza de las aguas.
Y algunas desprendidas cabelleras.
Rubias acaso, como el sol que baje
Curioso a veros, islas delicadas
Formarán sobre el mar y acaso atraigan
A los pequeños pájaros viajeros.

(“Un cementerio que mira al mar”, de ‘Languidez’; Alfonsina Storni, 1920)

Alfonsina Storni, cuando las Nereidas ya no pueden protegernos (II)
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