jueves. 25.04.2024

El peor de los virus

La amenaza del contagio por coronavirus no es algo inexistente o falso. Quien, a estas alturas, siga negando esa realidad o es un iluso, un inconsciente, un irresponsable, un malintencionado o, simplemente, gente que acostumbra a vivir mirándose al ombligo.

Parafraseando el legendario 'Manifiesto Comunista' podríamos decir que “un espectro, un fantasma se cierne sobre Europa…” y Asia y Estados Unidos… ¿alguien sabe algo sobre el coronavirus en África? De eso no se informa, ni de los países andinos de Sudamérica. Vivimos de lo que padecemos directamente… y de lo que se nos informa.

El miedo ha acampado entre nosotros

Horas y horas, miles de horas de nuestra atención están invadidas por la información sobre el Covid-19, vivimos como los cobijados en un refugio antiaéreo, oyendo el estruendo del bombardeo, pero imaginando, solo imaginando, lo que ocurre al exterior, fuera de nuestra realidad individual, cotidiana, palpable… la mayoría lo vivimos como si se tratara de una “visión quimérica como la que se da en los sueños o en las figuraciones de la imaginación”, “a mí no me toca…”, “dicen que hay miles de asintomáticos pululando por ahí…” ¿qué es ser asintomático? ¿un espantajo o persona disfrazada que sale por la noche para asustar a la gente? ¿una amenaza de un riesgo inminente o temor de que sobrevenga?

El miedo ha acampado entre nosotros.

No soy negacionista pero, desde el principio he tratado de poner las cosas en su sitio, de basarme en datos reales, creíbles, y no es fácil. La información con que se nos bombardea no ayuda. “Guerra de cifras” dependiendo de quién las aporte, como si, a estas alturas, no hubiese medios técnicos para reflejar la realidad, mediante datos rigurosamente contrastados. ¿Por qué persiste esa ceremonia de la confusión?

La amenaza del contagio por coronavirus no es algo inexistente o falso. Quien, a estas alturas, siga negando esa realidad o es un iluso, un inconsciente, un irresponsable, un malintencionado o, simplemente, gente que acostumbra a vivir mirándose al ombligo, que solo valora las cosas según le afectan directamente, sin importarle lo que tiene alrededor… y las restricciones les afectan, parece que a ellos solos, “¿tú conoces a alguien que haya muerto por eso?” -nos dicen- como si nuestra vida, también la de ellos, no dependiese, desde los primeros segundos de nuestra existencia, de lo que nos dicen los demás…

Vivimos suspirando por esa vacuna que nadie sabe cuándo llegará, pero que nos hacen creer que será la solución a todos nuestros males

Pero tampoco seamos ingenuos, la información que, en este caso, nos está llegando, viene sesgada. Estamos más pendientes de lo que dice o hace el gobierno, de si las medidas son acertadas o no, que de conocer realmente lo que supone la presencia, en nuestras vidas, de una nueva enfermedad.

Habitualmente, convivimos con enfermedades o males que afectan más o menos, pero seriamente, a nuestra salud. A menudo, como en el caso del cáncer, solo mencionarlo es tabú, toda la información sobre los avances en su combate nos resbala, es una palabra innombrable. Los muertos por enfermedades cardiovasculares, o por la gripe común, son numerosos, su número, incluso, se puede equiparar con los de esta pandemia… pero no son noticia, “contamos con ellos”, no nos impresionan, incluso los ignoramos, nuestra curiosidad no llega hasta ahí, lo tenemos normalizado, como los accidentes de tráfico o, tristemente, como las mujeres víctimas de violencia machista. Quizá la explicación sea que se trata de una enfermedad nueva, todavía muy desconocida, que nos ha sorprendido, y nos sentimos desarmados. Vivimos suspirando por esa vacuna que nadie sabe cuándo llegará, pero que nos hacen creer que será la solución a todos nuestros males, como si nuestra vida girase en torno al coronavirus y nada más. Y que debemos mentalizarnos de que en el futuro vamos a tener que convivir con él.

La información oficial, está claro, no ayuda. Un ejemplo claro es el tratamiento, institucionalizado, sobre los datos de la evolución de la pandemia. Todo el mundo habla de “nuevos” contagios y, de que de la evolución del número de ellos, dependerá que se adopten unas medidas u otras. Y todos pendientes de “la curva”, como si se tratase de la trayectoria de un lanzamiento de la NASA que surca el cielo y del que se espera, con fruición, que tenga éxito. Pero la misma terminología empleada llama a confusión.

“Contagio” es el hecho o la acción de contagiar. No sabemos si todos los días se producen nuevos contagios. Los PCR no nos hablan de nuevos contagios, sino que dichos tests nos hablan de “contagiados”, que no es lo mismo, contagiados nuevos o viejos, de personas que no sabemos desde cuándo lo están, por aquello de los “asintomáticos”. Y si hacen más PCRs se descubrirán más contagiados y si se dejan de hacer se nos vende como que hay menos, que podemos estar tranquilos, porque el gobierno de turno lo está haciendo bien. Necesitamos saber, por tanto, no el número de contagiados “descubiertos” cada día, sino el número de los detectados, en relación a las pruebas hechas, el tanto por ciento.

Y, en todo este mar de confusiones, destaca, por un lado, la falta aparente de criterio científico por parte de los políticos, tanto como la aparición espontánea de pretendidos o supuestos científicos que, como setas, van expandiendo sus esporas, sembrando la sospecha, la incertidumbre y, en definitiva, el miedo, el miedo a que nos estén engañando o el miedo a que la amenaza sea real y podamos ser víctimas de ella.

El Covid-19 será, en poco tiempo, un agente patógeno más, las vacunas funcionarán

Necesitamos otros datos que se nos escamotean o se nos facilitan parcialmente. Nos importan los muertos, son un dato incuestionable, pero necesitamos saber cuántos de los fallecidos lo han sido por el Covid-19 y cuántos lo han sido sin llegar al hospital, por ejemplo, los mayores fallecidos en residencias; nos importa saber los hospitalizados, pero también los que están siendo “tratados” por teléfono; nos interesa saber cuánto dura la permanencia media en el hospital y en las UCI, porque, lo mismo que se producen altas, se producen bajas, y así sabremos cuál es realmente la presión hacia los hospitales; necesitamos conocer la edad media de los hospitalizados y de los fallecidos, para dejar de criminalizar sistemáticamente a los jóvenes; necesitamos saber si los rastreadores están funcionando eficazmente, si sí o si no, y el por qué. Nos importa conocer la presión que la pandemia está ejerciendo sobre el personal sanitario, el número de afectados, su gravedad, la duración de las jornadas que hacen, si están adecuadamente protegidos. Nos interesa saber con qué rigor se están cumpliendo o haciendo cumplir las restricciones impuestas por los gobiernos, tanto en la sanidad, como en la educación, si se cumplen las cuarentenas, y qué efectos producen. Nos interesa saber también hasta qué punto, los hosteleros que se quejan justamente, colaboran en la exigencia de que en sus locales se respeten las normas… ¡Tantas cosas necesitamos!

No es de recibo que la opinión de los científicos se está convirtiendo en clamor, reivindicando medidas contundentes, drásticas pero de poca duración, y que los gobiernos sigan esperando a “ver si las medidas acordadas dan o no resultado, para obrar en consecuencia”, mientras sigue muriendo gente o aumenta el número de hospitalizados.

El Covid-19 será, en poco tiempo, un agente patógeno más, las vacunas funcionarán y se naturalizarán, cada año, en la época señalada, el número de muertos, por esta causa, disminuirá y, en todo caso, alcanzará cotas similares a las que tenemos asumidas como normales. ¿Se acabarán, con ello, nuestros problemas?

Sin embargo, el peor de los virus, el que no es nuevo, pero que se está extendiendo como el aceite, el que está, poco a poco, empapando la ropa que nos protege, llegando a lo más profundo de nuestro sentir, ése está ahí, no lo detectamos y, por lo tanto, no hacemos nada por combatirlo, por defendernos de él: es la falta de sentido crítico. Nos lo creemos todo y, ante el bombardeo de opiniones, no sabemos a qué atenernos, no nos han enseñado a preguntar, sino a decir amén. Las mentiras cada vez son más frecuentes, y no se trata de mentirijillas, sino de graves mentiras que afectan a aspectos serios de nuestra existencia. La curiosidad, inclinación natural e instintiva que nos distingue (o eso creemos) de los demás seres vivos, está adormecida, o eso parece, pero no muerta. Esa es nuestra esperanza. Y, en el caso que nos ocupa, la de que quienes no tragamos con ruedas de molino, que opinemos libremente, discutamos y avancemos en la búsqueda de aquello que verdaderamente nos afecta, la verdad de la vida.

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