viernes. 26.04.2024

El sutil odio al pobre

Ahora resulta, a la luz del enfoque que determinado periodismo da al asunto, que los mendigos no mueren como consecuencia de una riada, se les arrastra como a una farola, una papelera o como a un contenedor de basura, abandonando la categoría de ser humano para integrarse con suerte, en la de una parte más del mobiliario urbano.

En los últimos días un tuit de Antena3 noticias ha estado circulando por las redes entre el asombro y la estupefacción de algunos de quienes han tenido la desgracia de encontrarse con él. Y digo de algunos porque sospecho que en último término, lo general y habitual habrá sido la indiferencia de la mayoría restante.

El tuit, acompañado de una imagen de la DANA o gota fría que recientemente ha tenido lugar en algunas zonas del estado, decía así: “El cuerpo que encontraron este Domingo en el río no es de ninguno de los desaparecidos por la DANA. Se trata de un sin techo que seguramente arrastró el agua, con lo cual la cifra de desaparecidos continúa siendo cuatro”.

Son los “loser” de una sociedad que solo busca triunfadores y que no merecen siquiera la consideración de seres humanos

Tengo que reconocer que la lectura y el enfoque de la noticia me deparó un rato sumamente desagradable ante el trato desafortunado, inhumano, insensible y carente de empatía que la noticia deja traslucir hacia quienes sufren el estado de pobreza y exclusión social de la manera más severa en nuestro país. Una muestra del sutil odio al pobre que se ha instalado en nuestra sociedad.

Hasta ahora uno pensaba que las catástrofes y los desastres naturales, tales como los huracanes o las riadas, tenían la dramática consecuencia de que en el culmen de su devastación mataban personas y como mal menor arrastraban vehículos, árboles, mobiliario urbano, destruían puentes y causaban cuantiosos daños materiales.

Pues bien, ahora resulta, a la luz del enfoque que determinado periodismo da al asunto, que los mendigos no mueren como consecuencia de una riada, se les arrastra como a una farola, una papelera o como a un contenedor de basura, abandonando la categoría de ser humano para integrarse con suerte, en la de una parte más del mobiliario urbano. Considerando la muerte de estos seres humanos un mal menor, cuantificable en euros a la hora de valorar los daños.  Y seguramente como el objeto de menor valor de todos.

La indiferencia hacia quienes sufren la pobreza con mayor rigor en nuestra sociedad es la máxima expresión de la corrupción de la misma

Y tampoco son considerados como desaparecidos porque en realidad de facto ya lo estaban. Desaparecidos de una sociedad que les excluye y luego les mata en vida. Una sociedad cuyos valores agonizan, insensibilizada y ahogada por la perversa ideología neo-liberal que nos inocula el mantra de que, los que han sido condenados a una vida de miserable  arrastrándose con el único afán de la mera supervivencia por las calles de nuestras ciudades son los responsables principales y únicos de sus propia desdicha. Son los “loser” de una sociedad que solo busca triunfadores y que, tras haber desperdiciado todas sus opciones en este edén de oportunidades, no merecen siquiera la consideración de seres humanos en el momento de su fallecimiento.

Cabe preguntarse cómo hemos podido llegar a tal punto de insensibilidad y de falta de empatía. Podemos empezar por reconocer lo que se ha convertido en algo más que una evidencia, que la pobreza nos molesta, que ha pasado de convertirse en un motivo de tristeza, de solidaridad y de empatía a un motivo por el cual sentimos la necesidad de hacer invisibles a quienes la padecen. Debemos de preguntarnos qué nos ha ocurrido, qué valores hemos perdido por el camino para que nos moleste su derrota, para que nos enfade su duelo o su lamento, para que les neguemos el derecho a reconocerles que ellos también viven, sienten, sufren, se alegran, se entristecen, mueren, como el resto de nosotros, porque son parte de nosotros.

Curiosamente fue Adam Smith, quien es considerado el precursor del capitalismo y del liberalismo económico quien en su libro 'La teoría de los sentimientos morales' dijo que la corrupción del carácter consiste en admirar a los ricos y despreciar a los pobres, en vez de admirar a los sabios y a las buenas personas y despreciar a los estúpidos. Una expresión de la que se deduce que la indiferencia hacia quienes sufren la pobreza con mayor rigor en nuestra sociedad es la máxima expresión de la corrupción de la misma. Cuando una sociedad como la nuestra desprecia, olvida y decide dejar atrás o de lado a los que han fracasado en la vida, a los que no han sabido o no han podido adaptarse o a los que simplemente han tenido mala suerte, es un indicador de que sufre de la mayor de las patologías, la falta de humanidad.

No hay mayor pobreza que la de ser pobre en valores, no hay mayor vileza que la de reforzar el ego a cuenta de la desgracia ajena, no hay mayor enfermedad que la de la insensibilidad

No hay mayor pobreza que la de ser pobre en valores, no hay mayor vileza que la de reforzar el ego a cuenta de la desgracia ajena, no hay mayor enfermedad que la de la insensibilidad. No hay mayor drama para nuestra sociedad que la de ver cómo esta enfermedad afecta a todas las estructuras de la misma, y en especial  y de manera irreversible esas instituciones y cargos políticos que deberían ser el epicentro de la lucha contra la pobreza y no el epicentro de la generalización  de la indiferencia y del odio hacia la misma.

Recuerdo un pleno en el Ayuntamiento de Santander en julio de 2016, una moción presentada por un grupo político que ponía el acento en la molestia que suponía para los “santanderinos de bien” el hecho de que hubiese gente que, caída la noche, rebuscara entre en los contenedores de basura y puntos limpios repartidos por la ciudad. Recuerdo esa exposición, esa propuesta vergonzosa, pidiendo aumentar la vigilancia y las sanciones a los responsables y desviando el foco del verdadero origen del problema, la pobreza y la miseria. Recuerdo la indignación y la impotencia al ver como la que debe ser la casa de todos, y en especial la de los más pobres, era convertida en un lugar donde se justificaba el odio y el desprecio hacia los más desfavorecidos. Recuerdo una réplica que en su exposición contenía un pasaje de un libro, escrito por alguien que había pasado por el infierno de la mendicidad, de la supervivencia buscando su alimento en un cubo de basura, buscando la protección del frio con unos miserables cartones y una mantas raídas, acurrucado en alguna miserable esquina de algún callejón olvidado. Recuerdo la emoción y el nudo en la garganta, el silencio cortante en un salón de plenos con más indiferencia que vergüenza. Recuerdo que el pasaje, cargado de la humanidad, la lucidez, la sensibilidad y la amargura de un sin techo, era el siguiente:

“Con todas las esperanzas hundidas arrastro un pasado que murió y me niego a sepultar, sabiendo que hace años se detuvo el último verano de mi vida. Lo único en lo que confío es en mi propio coraje, que aparece para recordarme que yo no me voy a rendir, pese a que cada día que pasa nos vamos diciendo un poquito adiós, a nosotros mismos. Jamás hallaremos la llave que cierra la puerta del desconsuelo… Buscando desesperados cualquier lugar donde se pueda comprar el olvido. Me hicieron creer que yo era Dios. Confié demasiado en mis fuerzas. Renunciaba demasiado a mi mismo para hacer lo que otros deseaban. Luego, las ilusiones se fueron rodando por las alcantarillas. Grito al viento la blasfemia del desesperado que, sintiéndose inocente se encuentra en la cárcel de pronto y sin remedio”.

Recuerdo, aun con el corazón encogido y los ojos ligeramente humedecidos, que no convencí a unos representantes políticos enfermos de inhumanidad. Y supongo que eso explica, en gran medida, todo lo demás.

El sutil odio al pobre
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