viernes. 26.04.2024

El descrédito de la política

El descrédito de las organizaciones sindicales ha sido algo generalizado en las últimas décadas, hasta el punto de que ha bajado enormemente la afiliación. Estamos viviendo un proceso similar y paralelo con la llamada “clase política”. No se trata de manzanas podridas: el mismo sistema está pensado para permitir y favorecer esos comportamientos, y la ciudadanía ya ha asumido que las personas que entran en política lo hacen para lucrarse.

Llevamos ya muchas décadas inmersos en el neoliberalismo, la ideología política y económica que aboga por privatizar todo lo público, permitir la libre circulación de mercancías y capitales entre las naciones (lo de la libre circulación de las personas ya es otro asunto...) y adelgazar hasta el mínimo imprescindible la estructura del estado. Tanto tiempo llevamos viviendo esto que la mayoría de la gente ya ha asumido que la realidad es así, y que siempre ha sido así. Pero resulta que eso es mentira: viene desde los años 70, aunque tuvo una versión anterior (el liberalismo) que provocó dos guerras mundiales y recesiones sin precedentes allá a principios del siglo pasado.

Las políticas neoliberales comenzaron a aplicarse en el Chile de Pinochet, o en la Argentina de Videla. Dio el salto con Margaret Thatcher y Ronald Reagan, y desde entonces se ha convertido en la ideología hegemónica. Apenas cincuenta años, y el neoliberalismo ha cambiado el mundo. Conquistas como la sanidad universal, la educación pública o los derechos laborales han sido dinamitadas en mayor o menor grado en casi todas las naciones del mundo. El omnipresente poder de los estados que todo el mundo asumía en la Europa de posguerra ha sido sustituido en la realidad y en las mentes de las personas por el omnipresente poder de las corporaciones transnacionales.

Conquistas como la sanidad universal, la educación pública o los derechos laborales han sido dinamitadas en mayor o menor grado en casi todas las naciones del mundo

Una de las premisas básicas del neoliberalismo es quebrar el poder sindical: la auto-organización de los trabajadores y trabajadoras y el poder de la negociación colectiva eran completamente antagónicos al poder desmesurado que esta ideología quería dar a la empresa privada. Dejar a los trabajadores y las trabajadoras en un estado de indefensión frente a la patronal era indispensable para esta ideología. Y lo lograron, vaya si lo lograron. Margaret Thatcher aplastó a los sindicatos mineros en los años 80, lo que marcó el toque de difuntos del sindicalismo. Desde entonces en todas partes los sindicatos han sido sobornados y corrompidos por la patronal, forzados a aceptar las condiciones más vergonzosas para las trabajadoras y los trabajadores. El descrédito de las organizaciones sindicales (al menos de los sindicatos de masas) ha sido algo generalizado en las últimas décadas, hasta el punto de que ha bajado enormemente la afiliación. Esto se ha traducido en destrucción de derechos laborales, claudicaciones y muy pocas huelgas generales (el instrumento último de lucha sindical contra la patronal).

Estamos viviendo un proceso similar y paralelo con la llamada “clase política”, que aunque se deja sentir en casi todas partes del mundo, en el estado español es especialmente sangrante: la corrupción desenfrenada de nuestros y nuestras representantes públicos, en particular de los dos grandes partidos políticos que se han turnado en el poder desde la transición. No es algo nuevo, no se trata sólo de la Gurtel, Fernández Díaz y Bárcenas: recordemos a Luis Roldán, a Mariano Rubio, recordemos al “Señor X”. No se trata de manzanas podridas: el mismo sistema está pensado para permitir y favorecer esos comportamientos, y la ciudadanía ya ha asumido que las personas que entran en política lo hacen para lucrarse, que “eso es así” y que “todos (y todas) son iguales”.

El descrédito de las organizaciones sindicales ha sido algo generalizado en las últimas décadas, hasta el punto de que ha bajado enormemente la afiliación

Esa perniciosa idea se ha infiltrado en las mentes de la ciudadanía, y tiene un grave peligro: por definición, los representantes públicos son elegidos democráticamente por el pueblo para que lleven a cabo las políticas de sus programas. Pero se ha asumido que “ningún partido cumple nunca con los programas”. De modo que votamos rostros, votamos logos y votamos colores. Y hemos acabado despolitizados (y despolitizadas).

Ahora una nueva idea se está infiltrando en la opinión pública, con mucha fuerza: tiene que haber gobierno ya. No podemos esperar más. Pero esta idea pasa por alto muchas cosas: tiene que haber gobierno, pero ¿qué gobierno? ¿Qué políticas va a implementar ese gobierno? ¿Vale acaso cualquier gobierno para la ciudadanía? ¿Nos sirve un gobierno que siga aplicando las políticas neoliberales de privatización salvaje? ¿Nos sirve un gobierno que destruya derechos y libertades por medio de leyes-mordaza? ¿Nos sirve un gobierno que trocea los empleos (y los sueldos) para maquillar las cifras del paro?¿Nos sirve un gobierno que aplique un recorte brutal al estado del bienestar, como recomienda Bruselas? ¿De verdad la prioridad es que haya gobierno, el que sea?

Necesitamos un gobierno que no se arrodille ante la troika, el IBEX35 y las demás transnacionales, un gobierno que no asuma como inevitables los principios del neoliberalismo, y que haga política para la mayoría de la población, tan castigada por la crisis económica, la precariedad laboral, los recortes sociales y en general todo aquello que trae aparejado esa perniciosa ideología. Necesitamos un gobierno que nos inste a recuperar nuestros derechos y libertades, luchando en las instituciones, pero también en las calles. Lo que necesitamos, sin duda, es un cambio de modelo. Veremos quién apuesta por ese cambio, y quién quiere continuar con el mismo sistema.

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