domingo. 28.04.2024

Viajar en tren

El tren hoy es más rápido que antaño; la infraestructura y la tecnología permiten que el viaje sea menos tortuoso pero no sabría decir si también es más atractivo

Durante la pasada Navidad he viajado, como tantos otros, para reunirme unos días con la familia. He utilizado el tren, el medio de transporte terrestre que considero más confortable. Además, sabiendo como es sabido, que es el medio más eficiente desde el punto de vista energético, pensé que merecía la pena hacer honor a mis ya lejanas creencias ecolo-religiosas… Que no se inquieten los ecologistas de café,  hoy sigo apostando por ciertos aspectos del dogma, pero con realismo, con matices, sin fanatismo; es la mejor manera de encarar el asunto. Por otra parte llevo viajando en tren por España y algunos países más de esta Europa nuestra desde hace cincuenta años, así que no soy uno más de los que se han subido al tren incentivados por las gangas y bonificaciones que el gobierno de liquidación del Dr. Sánchez ofrece para cautivar a su clientela electoral. Es una burda falacia decir que lo hace para incentivar el uso del transporte público.

Hoy como los trenes van, cuando van, a velocidad de AVE, se supone que el servicio de restauración es cosa de flojos, de pusilánimes

Bien pues como decía subí al tren en Santander (por cierto esta ciudad no se merece la estación tan cutre que soporta donde como ya señalé hace algún tiempo a los urinarios hay que entrar con katiuskas para chapotear sin riego), hice transbordo en Madrid y continué rumbo hacia Extremadura. El convoy fue llenándose a medida que avanzaba; se llenó algo más en Palencia y desde Valladolid hasta Madrid fue lleno. Un rato después desde Atocha hasta Puertollano hubo viajeros que tenían billete pero no asiento y ya desde allí hasta mi destino, en un tren renqueante, apropiado al territorio por el que circulaba, el convoy fue vaciándose, lentamente, hasta que al final en el vagón que viajaba sólo quedábamos media docena de personas.

Durante todo el trayecto el revisor, el pica, como se lo llamaba en lenguaje coloquial hace tiempo, fue haciendo uso de su terminal para escanear los códigos QR que todo el mundo llevaba en sus teléfonos móviles; pero al llegar a mi sitio su terminal escaneó el código de barras que cualquier billete de cartulina lleva impreso. Imagino que habría alguno más, pero hay que aceptar que pocos, muy pocos. Durante el viaje, la inmensa mayoría de los viajeros estuvo embelesada con lo que acontecía dentro de sus teléfonos. De vez en cuando alguien daba una cabezada, pero al despertar, volvía a echar mano del móvil en el acto.

También había alguien que se atrevía a sacar de su bolsa de mano una bolsita de patatas fritas o un escueto sandwich envuelto en papel de aluminio. Mimen, es decir, yo, bien provisto para el largo viaje, me levantaba cuando llegaba la hora y en el espacio abierto donde se ubican las máquinas expendedoras que casi siempre están vacías, sobre una repisa, procedía con parte de mi avituallamiento. Tiempo atrás, cuando los vagones se componían de compartimentos y un pasillo lateral, la gente, al llegar la hora, desplegaba la fiambrera y solía decir… ¿Si usted gusta…? Uno, generalmente, respondía dándole las gracias y en caso de que el convoy llevara vagón restaurante, podía hacer un esfuerzo, rascarse el bolsillo y sentarse a una mesa para dar cuenta de un menú caliente, un bocata, un café. Hoy como los trenes van, cuando van, a velocidad de AVE, se supone que el servicio de restauración es cosa de flojos, de pusilánimes.

Todas estas operaciones se llevaban a cabo en un mesurado silencio excepto cuando en alguna estación había subido alguien con algún chiquillo; entonces cuando el nene, o la nena comenzaba a inquietarse y a preguntar más de la cuenta, el adulto que lo acompañaba zanjaba el asunto diciéndole… ¡siéntate bien! ¡y estate callao!; aquí tienes el móvil; dale a los videojuegos… Hay que decir, no obstante, que no hay mal que por bien no venga; el despliegue de artefactos digitales ya sean móviles, portátiles, tablets o tablillas ha conseguido que los viajes en tren sean casi una experiencia  de cenobio cartujo. Durante el viaje intenté, un par de veces, entablar conversación con quien se sentaba a mi lado y fue frustrante. En la primera ocasión el menda me respondía con monosílabos; no, sí, no… sin volver la cara; estaba claro que no había nada que hacer…; en la segunda ante mi apertura para estimular la conversación, el menda, un tipo de aspecto patibulario, levantó la cara del móvil y echándome una ojeada que denotaba fastidio, volvió a posarla en el chisme sin abrir la boca… Tuve fortuna, en la siguiente estación se apeó, me cambié a su asiento junto a la ventanilla y dejé que la mente divagara…; es una terapia gratuita y muy reconfortante. Más adelante se produjo el incidente del retrete; una señora se había quedado atrapada en el retrete automático y rogaba para que la sacaran de allí; hubo que avisar al revisor, vino y tras unos minutos no exentos de angustia logró que la puerta se abriera; la señora salió confundida preguntando cuál era la próxima estación; al responderle el revisor mostró cara de alivio. A partir de entonces cuando tuve que acudir al retrete utilicé el sencillo, el de picaporte; más valía prevenir. Cuando ya era noche cerrada el tren llegó a su destino con sólo media hora de retraso, no se puede pedir más… El tren hoy es más rápido que antaño; la infraestructura y la tecnología permiten que el viaje sea menos tortuoso pero no sabría decir si también es más atractivo. Después de todo el progreso, palabra fetiche del gobierno presente, tiene peajes ocultos que hay que asumir: “Los adelantos pueden deparar tristezas nunca antes conocidas; ya algún pintor francés del siglo XIX nos mostró cómo la luz de una bombilla puede llegar a ser mucho más triste que la luz de un candil…”, refería Rafael Sánchez Ferlosio.

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